DÍA 6. Höfn – Fiordos del Este – Lögurinn

Después de escribir en el libro de huéspedes de nuestra guesthouse lo bien que habíamos dormido (éramos los únicos españoles que aparecíamos), aprovechamos la proximidad de Höfn para hacer la compra. Los precios islandeses son prohibitivos, así que nuestra cesta se llenó con un poco de pan de molde, jamón york, arroz, plátanos y galletas de chocolate. ¡Ésta iba a ser nuestra dieta para el resto del viaje!

En la oficina de turismo una chica ¡oriental! nos recomendó algunas rutas a pie por los alrededores, y especialmente interesados quedamos por la zona de Londsoraefi, un precioso valle surcado por el Jökulsa, muy cerca de allí. Según las indicaciones había que llegar a la granja Stafatel detrás de la cual partían los caminos hacia el interior del valle, pero al llegar a aquel punto la familia que regenta los alojamientos nos indicó otro camino para acceder con el todoterreno. La pista se coge justo después del puente que cruza el gran río Jökulsa, y sería sin duda el peor tramo por el que habíamos ido hasta el momento si no fuese porque unos kilómetros después las cuestas casi verticales y la gravilla deslizante se convierten en pendientes de pedruscos como balones de playa y socavones definitivos. Unos 20 metros habíamos conseguido avanzar por ese tramo cuando una mole de ruedas de un metro de diámetro se cruzó en plena bajada. Marcha atrás, cuesta arriba, sin ver los obstáculos. La señora alemana que iba de copiloto en el super todoterreno espacial se bajó y nos ofreció la destreza de su marido para sacarnos de allí, pero nuestro orgullo hispano decidió arriesgar los bajos del coche y salir por medios propios. Así que metro a metro logramos llegar a un rellano, y aquello bastó para aparcar el bólido y seguir a pie, solo que lo mejor de aquellos parajes distaba mucho aún y tras un giro en el camino avistamos una interminable explanada que nos decidió a abandonar aquella excursión e invertir el día en otras latitudes.

Unos kilómetros de coche y la Ring Road se hundió en un túnel en el que entramos acompañados por el sol del sur y del que salimos con la niebla y la llovizna del este.
A partir de este punto, la costa islandesa se convierte en una sucesión de largos fiordos; entrantes y salientes que ralentizan el viaje en coche pero que se convierten en el verdadero paisaje del país.

Granjas de cuento rodeadas de verdes, verdísimas, praderas, ovejas pastando a su antojo, caballos trotando al borde de acantilados que caen al mar y pequeños pueblos pesqueros medio olvidados. Muchas veces se ha propuesto abrir más túneles en los fiordos para evitar las vueltas de la carretera, un temor que persigue a estos pueblos que podrían desaparecer si se aleja a los visitantes de esa manera. Algunos incluso han tratado de no desaparecer del mapa convirtiéndose en sede de fábricas (algunas americanas) que afean un poco el paisaje. Dependiendo del tiempo que tengáis podéis coger un ferry desde Djúpivogur a la isla de Papey en busca de puffins y focas, seguir la ruta 96 siguiendo la costa, o no abandonar la Ring Road que acorta en dirección a Egilsstadir. Nosotros seguimos la Ruta 96.

En cuanto llegamos, nos alegramos de no haber encontrado alojamiento en la ciudad. Egilsstadir no es más que un cruce de caminos que creció demasiado. Como la mayor parte de las ciudades islandesas es pequeña, práctica y sin personalidad. En cambio, continuamos dirección Lögurinn, uno de los lagos más queridos de Islandia por ser una de las pocas zonas con árboles del país. Cuando los primeros pobladores llegaron cargados de ovejas, se dedicaron a talar los bosques para crear pastos y el duro clima ha impedido que vuelvan a crecer. Lögurinn es una excepción y sus temperaturas suaves lo han convertido en zona de veraneo y descanso para los islandeses.

A lo largo de la carretera que rodea el lago puede encontrarse acomodo para todo tipo de bolsillos. Después de negociar con la gerente de uno de los hoteles, conseguimos quedarnos en una habitación individual (con cama de matrimonio) pagando menos que por una doble y de nuevo nos pusimos en camino. Primera parada: Hengifoss, la tercera cascada más alta de Islandia con 118 metros de caída. Dos por el precio de una; en el camino hacia Hengifoss se puede disfrutar también de Litlifoss, con menor caída pero interesante por las columnas basálticas de sus paredes que ya habíamos visto en Reynisfjara y Svartifoss. Una hora de caminata suave y muy agradable salvo los ultimos 100 metros, cuando ya tienes la cascada delante pero te empeñas en meterte debajo, y el lindo sendero se transforma en un bote de roca en roca tratando de no caer al agua. No vale la pena hacer este último tramo, al final te calas y no tiene nada de especial.

Serían las diez de la noche cuando cogimos la F910 hacia el monte Snaefell, una de las montañas más altas del país con 1833m y nuestra segunda parada de la tarde/noche islandesa. Acostumbrados a la tierra de las carreteras, el asfalto y el ancho de ésta nos sorprendió. Todo tiene su explicación. La potencia del río Jökulsá á Dal ha llamado la atención como fuente de energía y la tranquila F910 se ha convertido en un continuo trasiego de camiones al servicio de la construcción de una gran central hidroeléctrica. El proyecto recibe el nombre de “Kárahnjúkar”. Muy James Bond ¿no? Nueve presas escalonadas, un muro de 200m y el desplazamiento del ecosistema de la zona han provocado un crudo debate nacional: ¿futuro y dinero o ecología y tradición? El hecho de que la energía de la central vaya a destinarse a la ALCOA, una empresa americana, no ayuda a simpatizar con el proyecto. De todas formas hay que reconocer que desde la carretera no pudimos ver nada de nada.

Con la luz especial del atardecer llegamos hasta el camping que sirve como base para atacar el Snaefell.
Aunque nos habría encantado subir, nos conformamos con un paseo por las “marismas” que el caudal del río ha creado, rodeados de pequeños pájaros que corrían y chillaban a nuestro alrededor. Hacia la una de la mañana por fin decidimos irnos a dormir.