DÍA 5.- Thorsmork – Fimmvörduháls – 12 km. 6 horas

La luz entra a raudales por la claraboya de la habitación y como siempre activa mi mente de inmediato y me hace asomarme a ver cómo está el cielo. La etapa de hoy es la más prometedora y dura del viaje, ascensión de 800 metros de desnivel hasta un paso entre dos glaciares rodeados de volcanes, unos de ellos el famoso Eyjafjallajökull que colapsó el espacio aéreo europeo en abril de 2010. El sol ha vuelto, el cielo está totalmente azul con algunas nubes algodonosas adornando el horizonte. No puedo esperar. Despierto a Ruth, que no se lo toma muy bien, y mientras se espabila salgo hacia los lavabos y contemplo Thorsmork iluminado, por fin. Me lavo como los gatos, recojo rápidamente el saco y la mochila y preparo el desayuno para marcharnos cuanto antes. Mientras se hace el té miro por la ventana del gran salón-comedor y no puedo evitar dar saltos de emoción ante el día que tenemos por delante.

Cuando salimos preparados ya con las mochilas un grupo de personas están esperando el autobús que les llevará de vuelta a Reykjavik. Thorsmork es el final del Laugavegur, y casi todo el mundo da por concluido aquí el trekking, pero solo pensar en marcharme ahora en lugar de subir esas montañas hasta los glaciares y después hasta el mar, con el día tan maravilloso que hace… sería como escupir a la Naturaleza en la cara mientras te da un regalo.

A las 7.30 ya estamos en marcha. Las rodillas me duelen mucho más que otros días, debió de ser la fuerte bajada del evening walk de anoche, y los oídos me pinchan por la otitis que arrastro desde Madrid, pero les callo a ambos con la información que entra por mis ojos y la ilusión de la jornada que nos espera.

Comenzamos atravesando la extensa llanura fluvial que ayer veíamos desde lo alto, hasta llegar a través de un puente hasta el otro refugio de Thorsmork, aproximadamente a un kilómetro de distancia en la otra orilla. Desde ahí empieza la ascensión por un sendero de tierra húmeda que discurre por unas montañas verdes y arcillosas entre vegetación baja, y en algunos tramos la ayuda de una cuerda fijada a la pared se hace imprescindible para avanzar. Esta primera parte es brutal, parecen los Andes pero con glaciares de fondo. Sendero aéreo, vistas en todos los sentidos y poca gente en el camino.

Mesetón tras la subida por un nevero muy empinado y al fondo vemos unas columnas de humo que ascienden formando una neblina misteriosa. Un torrente de lava petrificada se derrama entre las cascadas glaciares, cayendo como una enorme lengua negra aún caliente sobre el hielo. El contraste entre el negro y el blanco es bestial, y por todas partes asciende el humo desde las entrañas de la tierra. Nos cruzamos con un veterano alemán que viaja solo en sentido opuesto y define lo que vamos a ver un poco más arriba como “unique place”. La subida hasta allí es de traca, pendiente dura y cuesta larga por barro y hielo, pero una vez más, el esfuerzo es recompensado. El alemán no exageraba, este lugar es realmente único, entre otras cosas porque sólo existe desde hace 15 meses. Somos testigos de algo excepcional, la creación de una nueva montaña que ni siquiera está todavía reflejada en los mapas. Estamos pisando los restos volcánicos de uno de los cráteres del Eyjafjallajökull, que entró en erupción en la primavera de 2010 y levantó una nube de cenizas que llegó hasta Centroeuropa.
Chimeneas humeantes, coladas de colores y restos de escoria volcánica por todas partes. El suelo quema, y en algunos puntos no se soporta el calor. Hay una montaña roja recién nacida que decido explorar y la ascensión se convierte en una prueba de equilibrio, ya que el suelo se deshace con la presión de las pisadas y se abren agujeros entre las rocas por los que emana el calor de la tierra. La bajada termina en un nevero gigantesco. El hielo en mitad del fuego.

Y después el camino continúa a través de un glaciar fácil de seguir gracias a las enormes estacas amarillas. Aquí fue donde el montañero belga se perdió hace tres días, desorientado por la niebla. Qué gran putada perderse, pero sobre todo ¡qué gran putada perdérselo! Si no pudo ver la siguiente estaca amarilla tampoco podría ver este paisaje increíble. Afortunadamente para él estaba registrado en las listas de seguridad y salieron a rescatarle.
El refugio aparece de repente en la cima de los glaciares. ¿De verdad vamos a dormir ahí? No lo cambiaría por la mansión más lujosa de Miami. Es un lugar alucinante, hace un día genial y esta ruta ha sido, seguramente, la mejor que haya hecho en mi vida.

Esta cabaña solo tiene capacidad para unas 20 personas y es mucho más austera. No hay agua corriente, hay que fabricarla rellenando unos cubos con nieve y derritiéndola. El baño está en el interior, y es un cubículo mínimo monoplaza. Tiene cocina de gas, y allí nos preparamos nuestro famoso arroz con atún y jamón y salimos a la “terraza” con vistas al mar (verídico) a comérnoslo acompañados por el guarda. Mejor que en el Bulli.Van apareciendo el resto de habitantes con los que compartiremos techo esta noche. Una pareja de alemanes y después un grupo de otros ocho –también alemanes, están por todas partes- con una guía islandesa. Estos van con mochilas ligeras, el resto de su equipaje y los víveres del día se los lleva un todoterreno a cada refugio. Así también me hago yo el Laugavegur y el Tierra-Plutón-Tierra si hace falta.

Descansamos un par de horas y decidimos hacernos un evening walk por el hielo, sin destino, salimos dirección oeste y hasta donde lleguemos. Avanzamos por la cresta del glaciar con vistas a la montaña roja por un lado y al mar hacia el otro. Soledad absoluta. Mucho silencio, sólo nos acompaña el viento, que ha ido empujando las nubes poco a poco y del sol de la mañana no queda ni rastro. Después de un par de horas deambulando por el glaciar regresamos para cenar algo y nos zampamos los escasos restos de nuestra bolsa de comida, mientras se sientan a la mesa los ocho alemanes prestos a darse un festín. Patatas asadas, ensaladas variadas, carne a la brasa… parezco el perro de Pavlov, mirando ese banquete desde mi colchón como un perrillo abandonado. Nuestros cálculos sobre cuánta comida llevar eran correctos, pero no contamos con el hambre que da el ejercicio, y lo cierto es que yo me zampé alguna provisión extra en más de una comida. Pero es que tenía hambre, y esa última tarde, mientras miraba la mesa de los alemanes, mi estomaguito rugía como un león. Pero este era nuestro día, y el Altísimo se puso de nuestra parte. Cuando los rubios ya no podían comer más, el guarda –que les había acompañado en la cena- nos preguntó en inglés si queríamos terminarnos la comida, y allí nos plantamos, tenedor en mano, y creo que me comí hasta el papel de aluminio que envolvía las patatas asadas.

Ya estábamos metidos en los sacos cuando por la ventana empiezan a entrar los rayos del atardecer. Quería ver aquel entorno iluminado por esa luz, y salí al exterior en pantalón corto para contemplar los reflejos del sol de las 10 de la noche sobre el lago helado. Precioso, pero el viento gélido no tardó en meterme dentro de nuevo, esta vez sí, para dormir, aunque tampoco mucho.