DÍA 2. Hornvik – Hloduvik
La primera noche en tienda siempre se duerme regular, pasé un poco de frío a pesar de las dos camisetas, sudadera y doble calcetín, pero es que mi saco tiene veinte años, abulta demasiado y no mantiene el calor. Economía de crisis. Sin duda lo adecuado para venir al casi polo norte es un saco que soporte temperaturas en torno a cero grados.
Nada más sacar la cabeza por la puerta de la tienda veo a un zorro ártico a muy pocos metros husmeando a ver si pilla algún resto de la cena. Mi presencia no le intimida y sigue a lo suyo cuando me acerco a él y le hago un book fotográfico.
Hace un día espectacular, impropio de estas latitudes, con el cielo azul intenso decorado con algunas nubes algodonosas. El alemán solitario de ayer sale del refugio de emergencia donde ha pasado la noche y nos da algunos consejos y orientaciones según sus experiencias recientes. Estos refugios en teoría no se deben usar salvo en caso de necesidad máxima, por ejemplo si hay alguien herido o te pilla una tormenta salvaje. Están presentes en cada bahía y suele haberlos de dos tipos: unas casetas verdes de madera con un camastro y otras casetas rojas que parecen de plástico y que suelen estar más apartadas de las zonas de acampada. También hay unos habitáculos piramidales de madera desperdigados por ahí con un retrete dentro. Esta caseta de Hornvik tiene servicios y lavadero con un grifo con agua corriente.
Desayuno riquito y recogemos todo para ponernos en marcha rodeando el risco pegados al mar, donde incluso es necesario ayudarse de una cuerda para escalar algún tramo. Pantalón corto y camiseta, increíble, vaya día hace. Vamos subiendo el valle y dejando Hornbjarg atrás, sin grandes desniveles, los collados suelen estar a 400 o 500 metros sobre el mar como máximo, y aunque los senderos no están marcados con estacas casi siempre hay hitos para orientarse. Laguitos glaciares con sus minimundos vegetales, neveros salteados aquí y allá y el mar de fondo. La vista desde el segundo collado sobre Hloduvik es espectacular: montañas nevadas a la izquierda, de frente un valle verde con flores moradas y amarillas surcado por corrientes de agua, y el mar, de un azul intenso, a la derecha.
Desde arriba se ve la granja diminuta y el refugio rojo de emergencia lejísimos al fondo. Mucho más allá tendremos que llegar hoy si queremos coger el barco en Hesteyri dentro de dos días.
Bajamos mucho rato por una pendiente pronunciada siguiendo la caída de una cascada que termina en la preciosa granja de Budir, con signos claros de estar habitada, seguramente por algún grupo organizado. Excelente momento y lugar para comer, así que a la altura del refugio sacamos la cocinita de alcohol y nos hacemos una sopa con salchichas que sabe a gloria, y acto seguido nos echamos una deliciosa siestecita al sol islandés, quién lo diría, con el río desembocando en el mar prácticamente a nuestros pies.
De repente la brisa se hizo viento gélido, el mar se agitó y hubo que enfundarse guantes y forro para continuar por la playa de Kjaransvik atravesando un cementerio de maderos gigantes y restos de barcos. Agudizamos la vista en busca de focas entre las rocas pero solo encontramos otro zorrillo deslizándose sigilosamente para tratar de sorprender a alguna gaviota despreocupada.
Nuestro mapa nos la jugó y acabamos perdiendo el camino y subiendo entre rocas, musgo hueco y matorrales hasta que a lo lejos logramos divisar una hilera de estacas, y seguimos su rastro hasta lo alto del collado con otra visión made in Hornstrandir: circo montañoso nevado, ríos, cascadas, valle verde… y una bahía a cada lado. Allí estábamos embelesados por el paisaje, deliberando sobre si avanzar un poco más para acampar a menos altitud, cuando la niebla empezó a meterse rápidamente en el valle y si una cosa teníamos clara era no tentar a la suerte caminando sin ver. Llevábamos brújula y un mapa 1:50.000 comprado por internet, el de mayor escala que habíamos encontrado, pero no teníamos GPS y perderse por aquí habría supuesto perder el tiempo necesario para llegar el viernes a Hesteyri. Así que montamos la tienda allí mismo, en ese lugar increíble, con una bahía delante y otra detrás. Sacamos unos frutos secos antes de empezar con la cena y un zorro que asomaba de vez en cuando durante la subida perdió toda la timidez y se plantó delante de nosotros, acercándose cada vez más, aunque siempre con una distancia de seguridad. Le dimos una almendra y ya no se marchaba. Empezamos a cocinar arroz con jamón sentados en el suelo y el zorrillo ya estaba a menos de dos metros, con un ojo en el jamón y otro en nosotros. Casi llega a comer de mi mano, pero finalmente no se atrevió y desapareció de repente para volver a los pocos minutos con un pajarillo entre los dientes. Se acercó poco a poco mirándonos, se quedó parado un momento y lentamente dejó el pajarillo a nuestros pies, como su aportación a la cena que compartíamos. Impresionante.
Después de ese momentazo y con el zorro acurrucado en la puerta de la tienda nos metimos a dormir, en un collado ventoso entre neveros al norte de Islandia, a 500 metros de altitud y yo con mi saco de boy-scout de los 80. Me puse una camiseta térmica extra y la capucha, y extenuados por la intensidad de aquel segundo día en Hornstrandir, caímos rendidos hasta bien entrada la mañana.