DÍA 1. Isafjordur – Hornvik – Hornbjarg
A las 8 estábamos como un clavo delante de la oficina de turismo para intentar cambiar nuestro barco hacia Adalvik por otro destino Hornvik, y poder así llegar hasta los acantilados de Hornbjarg, cuya foto en la pared de esa misma oficina es la culpable de que hoy estemos aquí. El Altísimo seguía jugando en nuestro equipo, ayer me había puesto en la acera unos guantes de lana negros que salvaron mis manos durante los días siguientes, y hoy quiso tener una nueva deferencia regalándonos las atenciones del mejor informador turístico de Europa, el mismo que hacía cuatro años nos había informado a la perfección de las posibilidades turísticas de la zona. Hizo dos llamadas, consultó un par de páginas web y en 15 minutos consiguió lo que su compañera no había logrado en un mes de intercambio de e-mails. Según la tabla de horarios oficial los martes solo hay barcos destino Adalvik, lo que nos suponía olvidarnos de los acantilados de Hornbjarg, a los que se accede caminando desde la lejana bahía de Hornvik. El genio informador nos consiguió meter en un barco privado de un grupo de alemanes –cómo no- que salía una hora después desde Bolungarvik, el pueblo vecino, y también nos gestionó un taxi que nos llevó hasta allí a toda pastilla.
Los alemanes estaban cargando provisiones como si se fueran a la Antártida durante un mes, y mientras esperábamos se nos acercó la vicecónsul alemana en España sorprendida de que unos españolitos andasen por aquellos parajes. Nos advirtió sobre la peligrosidad de la zona, la rapidez con la que cae la niebla de repente, la facilidad de perderse y la conveniencia de llevar un GPS con la ruta programada. Ella se subió a una lancha rápida y nosotros al barco de las provisiones, que hacía escala en cada bahía para descargar, así que tardamos 4 horas en llegar a Hornvik.
A pesar del frío decidí hacer el viaje en la proa, para engañar al mareo con el viento en la cara, y para disfrutar mejor de las vistas de los fiordos desde el agua. Unos pájaros negros flotaban sobre las olas y las gaviotas nos acompañaban volando paralelas al barco, pero no vimos puffins durante el viaje ni tampoco ballenas ni focas, aunque nos habían contado que es bastante común verlas asomar por allí.
Ya sólo quedábamos nosotros cuando apareció Hornbjarg con sus riscos verdes dominando la bahía de Hornvik, su inmensa playa surcada por dos ríos con sus correspondientes cascadas y el circo montañoso coronado de nieve que circunvala la playa. El capitán Pescanova echa la lancha al agua, nos subimos con los mochilones y desembarco en la zona de acampada.
Allí plantamos nuestra tiendita, en un rincón verde en la inmensidad de la bahía, protegida por un pequeño risco y con vistas a todo. Comida rápida y enseguida salimos hacia los ansiados acantilados, semicubiertos por la niebla en aquellos momentos. Arena de playa para empezar y un vadeo larguísimo, que encaramos con demasiada suficiencia, pasamos como listillos por el sitio más estrecho y terminamos metidos en el río hasta la cintura, así que nos tocó caminar mojaditos secándonos los pantalones y gallumbos al aire del ártico.
El sendero discurre pegado al mar y lleva hasta la granja Hofn, utilizada en verano por empresas de aventura para alojar al grupo. Estaba ocupada por una docena de alemanes, kumbayas de manual que hacen los trekking a mesa puesta y cama hecha. No supieron indicarnos nada así que continuamos hacia arriba por una pendiente cuyo final parece el cielo, los últimos 30 metros se hacen sin horizonte y cuando te aproximas al borde da la sensación de que la tierra se termina ahí, como si fuera el Finisterre de hace siglos. Es impresionante, 400 metros de caída vertical hasta el mar. Más allá, el polo norte.
Avanzamos por el filo del acantilado, tumbándonos en el borde para asomarnos a contemplar las infinitas aves que lo habitan. Hay cascarones de huevos y nidos en cada saliente, pero los pájaros van a lo suyo, no se alteran por nuestra presencia. La niebla se va metiendo y pronto va a dejar de verse el perfil de esta península cortada a cuchillo. El camino continúa hacia arriba, por donde aparece una solitaria figura humana que al cruzarse con nosotros se identifica como un germano -¡novedad!- que lleva cinco días vagando por su cuenta por estas tierras y tiene pensado quedarse una semana más. Va a pasar la noche en la caseta de seguridad que hay al lado de la zona de acampada, así que le veremos de nuevo a la mañana siguiente.
Aquel collado era exigente y también ha sido el más auténtico que he ascendido. Tras el último escalón apareció aquella estampa que no había podido olvidar, la imagen que hacía cuatro años me había empezado a traer hasta aquí. Allí estaba Hornbjarg, uno de los acantilados más altos de Europa con 534 metros, no tan soleado como en el poster de la oficina de turismo de Isafjordur, pero igual de imponente. Un pico rocoso en forma de lanza desafiando al cielo se eleva sobre una inclinada pradera verde floreada enmarcando un lago con dos cisnes blancos y un numeroso grupo de gaviotas flotando en sus aguas. De fondo los glaciares y la bahía de Hornvik.
Allí nos quedamos sentados al borde del abismo, mientras la niebla iba y venía, ocultaba y mostraba el espectáculo. El sonido del millón de aves que colonizan estas paredes es atronador, hay movimiento incesante en todas las alturas, y a pesar de todo allí arriba impera la sensación de calma absoluta, de paz y tranquilidad. Una familia de zorros árticos asomaba de vez en cuando desde detrás de unas rocas, miedosos pero curiosos, seguramente tentados de conseguir algo de comida por nuestra parte pero temerosos por sus crías. Finalmente se escondieron y comenzamos el descenso bordeando el lago de los cisnes y bajando “atajabancal”, pasando olímpicamente del camino y tomando la vía más recta.
Cuando llegamos de nuevo al río la marea había subido considerablemente. En la oficina de turismo habíamos pedido información sobre el horario de las mareas, ya que los vadeos a nivel del mar se pueden complicar con la pleamar e incluso hay algunos que solo pueden cruzarse con la marea baja. Precisamente el agua tenía su máxima altura a mediodía y medianoche. Dimos muchas vueltas buscando un paso seguro pero finalmente tuvimos que desnudarnos de cintura para abajo, apretar los dientes y cruzar por la parte más larga, que también era la menos profunda, pese a lo cual el agua helada nos acariciaba ligeramente las pelotas. El suelo cenagoso de la desembocadura hacía que cada paso se ralentizara ya que los pies se nos quedaban hundidos hasta los tobillos.
Eran cerca de las once de la noche y el sol del ocaso asomaba por debajo de las nubes altas, creando un espectáculo mágico de tonos anaranjados sobre los acantilados y el agua del mar. Cenamos sintiéndonos privilegiados por ser los únicos inquilinos de aquel restaurante en el mismo fin del mundo.