DÍA 11. Fiordos del Oeste
Después de 10 días tan intensos ya teníamos una imagen clara de Islandia. Muchos kilómetros y prácticamente toda la isla visitada, solo se quedaron en el camino la visita a Lakavegur y el intento fallido de Lonsoraefi. Ciertamente se puede recorrer el país en este tiempo, el cuerno noroeste supone al menos dos días más de mucha carretera y se acusa el cansancio acumulado y las docenas de sándwiches ingeridos. Nosotros decidimos no prescindir de esta visita, y un mes después me alegro muchísimo de aquella decisión. Esta parte es tan diferente al resto y tiene tantas historias en sus pueblecitos que lo que en aquel momento pareció un exceso viajero hoy me parece un enorme acierto. Islandia no habría sido un viaje completo sin haber visto la extraña región de los fiordos del oeste.
Distancias enormes de carretera para recorrer pequeños tramos en línea recta; 40 km bordeando un fiordo que 500 metros de puente habrían solucionado, y de vez en cuando unas cuantas casitas que dan nombre al pueblo más importante de la zona. El terreno es muy accidentado, el camino siempre transcurre pegado al mar y al pie de altas montañas de cumbres perpetuamente nevadas.
De hecho solo se puede acceder a la mitad occidental, el cuerno derecho está incomunicado por carretera debido a lo abrupto de su geografía, y solo se puede llegar a pie o por mar, en unas excursiones diarias de 12 horas de duración desde Isafjordur que llegan hasta los acantilados de Hornbjarg. Las fotos de esas travesías son impresionantes, pero nosotros no teníamos ya más tiempo para invertir.
Todo esto nos lo contó el mejor informador con el que nos hayamos topado, un fuera de serie empleado en la más remota oficina de turismo de Europa, una caseta en el puerto de Isafjordur. También él nos desaconsejó avanzar con el todo terreno por la península de Thingeyri, pero aún así lo hicimos. La pista transcurre a media altura de un acantilado de unos 100 metros que en muchas ocasiones no tiene pendiente, solo pared vertical.
Cruzarse con cualquier coche por allí habría sido una risa, pero afortunadamente solo encontramos alguno más adelante, cuando el acantilado se había convertido en un camino de piedras como balones de playa. Los últimos 5 kilómetros hubo que hacerlos en primera, con el mar en una rueda y la otra apoyada en el final del acantilado, pasando entre arcos de roca y evitando socavones de los que ni la grúa nos habría sacado. Una vez concluida la temerosa travesía avanzamos fiordo tras fiordo hasta llegar a la cascada Dynjandi, una gran cola de caballo apreciable desde muy lejos. Dejamos el coche aparcado deseosos de hacer algo a pie y subimos para verla bien de cerca. La misma sensación de los últimos días, ¿cómo después de tantas cascadas todavía me impresiona ésta?, pues así fue.
Al arrancar el coche la agujita de la gasolina estaba más debajo de lo que recordábamos al pasar por la anterior gasolinera, unos 30 kilómetros atrás, y la siguiente no estaba precisamente cerca, sino que había que llegar a nuestro destino nocturno, Talnafjordur, a unos 60 km. Echando cuentas decidimos tirar para adelante y cuando el bólido dejó de tirar en plena ascensión a una colina nos asustamos un poco. Por suerte era la última, desde allí hasta el pueblo serían unos cuantos kilómetros cuesta abajo, así que de alguna manera llegaríamos. Efectivamente el mapa acertó de nuevo y la gasolinera apareció, pero estaba cerrada y a la maldita máquina islandesa no le gustaban nuestras tarjetas de crédito extranjeras. Menos mal que el alojamiento estaba justo detrás y al día siguiente pudimos ser 80 euros más pobres. Granja con cocina, edredón nórdico y señora amable, lo normal, y como nos habíamos quedado sin pan al día siguiente abusamos un poco de la hospitalidad y nos hicimos unos jamón y queso de sandwichera a cuenta de la casa.
Por cierto, nos costó 4 ó 5 intentos telefónicos encontrar un alojamiento disponible, a pesar de lo remoto del lugar.