Día 6 – 3/07/2009 – Quimper / Locronan / Península de Crozon
El desayuno en aquella casa tenía que ser interesante. Había varios franceses a la mesa y el señor anfitrión les daba palique y nos unía a la conversación. Dijo que iba a hacer un día soleado y así fue, aunque después del mediodía y con las perpetuas nubes algodonosas intercaladas en el cielo de Bretaña. Nos cobró 45 € por la habitación, siempre en efectivo, nadie en las Chambres d’Hotes te admite una tarjeta, y nos dijo que teníamos una media hora hasta Quimper. Aparcamos cerca del río en zona de “payant”, no existe otra cosa que payant, y fuimos a meter moneditas al parquímetro, pero como eran casi las 12 no hizo falta, ya que casi todos los parquímetros son gratis entre 12 y 2. Punto a favor para los franceses.
Quimper es una ciudad súper bonita, llena de vida y de rincones chulos. Por lo que hemos leído y tuvimos que dejar atrás debe ser parecida a Vannes, Cancale y Vitré. Por supuesto tiene una catedral gigantesca, cualquier ciudad de medio pelo tiene una catedral enorme, ¡y no hay que pagar para entrar! Uncroayable. Allí nos zampamos nuestro primer croassant y probamos los macarons, unos pastelitos como galletas rellenas de varios sabores, especialmente rico está el de chocolate, aunque son bastante caros. Mandamos una postal y partimos rumbo a Locronan, otra triple estrella de las guías.
Formado por casitas de piedra de los siglos XVII y XVIII, el pequeño pueblo de Locronan es uno de los pueblos más turísticos de Bretaña y quizá por eso pierde un poco de encanto. Dimos un agradable paseo por sus callecitas, su iglesia cuadrada, sus tiendas de gastronomía típica (galletas, vinos y museo de las 100 cervezas) y su plaza empedrada y decidimos comer en una de las muchas terrazas de su calle principal. Para visitar el pueblo, completamente peatonal, es necesario dejar el coche en el parking de la entrada (3€), aunque en el extremo opuesto del pueblo también había coches, así que quizá se puede dar un rodeo. Es un destino obligado para los tours guiados, así que veréis varios autobuses aparcados y grupos de turistas cámara en mano.
Allí comimos, y después partimos hacia una de las zonas más bonitas de Bretaña: la península de Crozon. Para llegar se pasa por el alto de Menez-Hom, de unos 300 metros, que dado lo inaccidentado de Bretaña es toda una cima, y con buenas vistas panorámicas. Según te acercas a Crozon las carreteras paisajísticas se suceden, pero de nuevo es interesante optar por las más pequeñas, las que se meten entre una vegetación tan densa que no te deja ver a los lados y luego se abre de repente mostrándote el mar allá abajo salpicado de velas blancas y algún islote poblado de pinos. Lo malo es que acabas medio perdido. Aterrizamos en una cala grande entre dos cabos muy verdes y bastante verticales, y ya que estábamos bajamos a meter los pies en el agua.
Siguiendo la carretera de la costa se llega a la playa de Morgat, un lugar de veraneo donde un día se instaló Peugeot, el de los coches, y desde entonces empezaron a florecer las casas y mansiones alrededor. Hay mucha gente bañándose, niños lanzándose al agua desde un dique de 4 metros de altura y un barco que te lleva por los acantilados para ver las miles de grutas que el mar ha ido excavando a fuerza de embestidas. Es un paseo de una hora con un coste de 10 € que merece muchísimo la pena. También se pueden alquilar canoas y recorrerlo a tu aire, entrando en las grutas y llegando hasta donde quieras. Debe ser genial. Nos dimos cuenta de las canoas cuando ya estábamos subidos al barquito, pero éste se mete también en las grutas como en un garaje y la guía te explica en francés cada cueva, aunque nos dieron un papel explicativo de cada cosa en español. La “chimenea del diablo” es una de las cavernas, con un agujero arriba, a bastantes metros de altura, por donde salta el agua en días de mar bravo, y justo encima tiene un chalet espectacular, uno de los pocos que dejaron construir, para no masificar la zona y cargarse el maravilloso entorno. El acantilado, cubierto de bosque, salvaje y espectacular, sesgado de grietas por las que entra el agua y alguna cala alucinante a la que solo se puede acceder por mar (algunas canoas privilegiadas estaban por allí), está ocupado tan solo por media docena de chalets en lo alto desde donde las vistas deben ser increíbles.
El barco llega hasta Punta Chevre (Punta de la Cabra) y da la vuelta, pero en la orilla opuesta se mete en otra cueva de 80 metros de profundidad a la que se puede acceder a pie con marea baja. Para estas cosas hay que enterarse de las horas de las mareas, ya que cambian en cada parte y el paisaje se transforma completamente.
El barco tuvo que dejarnos en un dique diferente, desde el que salimos ya no tenía nada de agua, y allí donde saltaban los niños como en un trampolín solo había arena mojada y la playa se había ensanchado unos 50 metros. En solo una hora. Es impresionante lo de las mareas.
Aunque pensábamos bañarnos y hacer un poco el cabra desde el dique, como no había agua decidimos ir a buscar alojamiento, y volvimos a meternos por carreteritas mínimas hasta dar con una casa de un señor mayor que regaba su jardín y que tenía una docena de perros. Con los dedos nos hizo entender que eran 32 € la noche, y si queríamos desayuno 5 más por persona. Baño compartido en el pasillo, pero estábamos solos en la parte de arriba.
Desde ahí salimos a ver Punta Dinan, mucho más bonita que Punta Raz, tiene un final rocoso con un arco natural que forma el puente de acceso a un castillo en ruinas creado por la naturaleza.
Desde allí se ve la Punta Pen-hir, a la que se llega por una carretera chulísima que atraviesa una playa gigantesca entre acantilados, y en Pen-Hir están los enormes peñascos separados del continente conocidos como Tas de Pois.
Siguiendo la costa hacia Camaret se puede bordear la península que lleva a la Punta de los Españoles. Intrigados por el nombre, recorrimos la carretera rodeada de densa vegetación. Casi como restos aztecas, empezaron a asomar entre la maleza edificios en ruinas que marcaban el lugar de la antigua fortaleza española. Cuando en 1588 el rey francés y el heredero fueron asesinados, subió al trono un protestante, cosa que nuestro ultracatólico Felipe II no podía tolerar. Dispuesto a atacar Francia, el rey español envió un ejército de 4000 soldados a Bretaña. Algunos de ellos levantaron la fortaleza en este punto estratégico a la entrada de la bahía de Brest. Pero franceses e ingleses se aliaron y atacaron desde tierra y bombardearon desde una inmensa flota en el mar. El pequeño grupo de españoles aguantó casi quince días. Al rendirse, sólo se encontró a 13 soldados supervivientes. Desde entonces, la Punta de los Españoles sirvió como defensa estratégica en multitud de guerras, incluida la Segunda Guerra Mundial. Desde allí se contempla Brest, casi accesible a nado, como dormida e impasible, sin un ruido, ni una columnilla de humo, ni un barco que llegue al gran puerto.
Seguimos la carretera por el otro lado, por el que se ve algo más de paisaje, y acabamos cenando en el puerto de Camaret, un plato combinado a base de salchichas con patatas. Esta vez no tuvimos problemas de regreso al hogar y siendo ya noche cerrada terminamos el día con bastante satisfacción.