Día 8 – 5/07/2009 – Isla Brehat / Cap Frehel / Fort-la-Latte / Saint Malo
Veíamos postales de sitios preciosos en todas las tiendas de souvenirs, y uno de ellos destacaba sobre el resto, una foto aérea de una pequeña isla rodeada por 100 islotes cubiertos de pinos y de vegetación. La isla de Bréhat, la isla de las flores, que recordaba en aquellas fotos al país de Nunca Jamás. Nos enteramos de que era posible alquilar un kayac para recorrer todos aquellos islotes, y estuvimos barajando emplear aquel domingo en ello, pero supondría renunciar a algo de lo demás. Por tercera vez pasaba de largo la tentadora canoa con la que explorar las aguas del norte de Bretaña. Fuimos hasta Paimpol y desde allí a Pointe de l’Arcouest para coger un barco que en 15 minutos te deja en la isla o bien la recorre, pero resulta que hasta el 15 de julio sale cada 2 horas, y se marchaba según llegábamos, de modo que nos conformamos con sentarnos en un banquito en un alto para ver el archipiélago a lo lejos, que con marea baja no se parecía demasiado a la postal de Peter Pan.
Nos dimos una vuelta por Paimpol y partimos hacia el Cap Frehel, otro condecorado de las guías, con una paradita técnica para comer en Erquy, un pueblo con puerto al pie del acantilado, famoso por ser puntero en la pesca de la almeja gigante y la vieira, como comprobamos en los platos de los comensales que llenaban los múltiples restaurantes del puerto. La pesca aquí está muy controlada para no sobreexplotar el fondo marino, pero la variedad y calidad del pescado y marisco atraen a los turistas, aunque no estaba nada masificado. La oferta de mejillones era extensa: al vino blanco, a la crema, etc, y nos decantamos por los de sabor roquefort, siempre con frites (patatas fritas). Estaban deliciosos, y bastante económicos. Donde te clavan más es en la bebida, un refresco suele costar 3’50 euros, y un tercio de cerveza no baja nunca de los 4 y suele llegar a los 5 euros según la marca.
Vale la pena el desvío por las vistas de las playas desde la carretera, y por comprobar una vez más el extraordinario efecto de la marea en esta parte del mundo. Unos 70 barcos descansaban sobre la arena mojada a la espera de que el lejano mar llegase de nuevo para hacerlos flotar.
Con el estómago lleno de mejillones volvimos a forzar el cuello desde la ventanilla para contemplar las preciosas vistas de las playas entre acantilados que llevan al cabo Frehel. Hacía buen día y estaban llenas de bañistas abajo y de senderistas arriba, al borde de los acantilados, donde varios senderos serpentean hasta llegar al faro. Al lado del faro hay un parking por el que te cobran 2 euros, pero es una tontería llegar hasta aquí para ver otro faro sin más, así que dejamos el coche en la cuneta y nos pusimos a andar por los senderos entre brezos y restos de bunkers alemanes de la Segunda Guerra Mundial. Es una caminata bonita que puede alargarse un par de kilómetros más para llegar hasta Fort La Latte, una visita imprescindible y que apenas aparece señalada en las guías y en los foros, en mi opinión el mejor castillo del viaje.
Data del siglo XIV y está construido en un promontorio rodeado por el mar, protegido por dos barrancos, desde donde se ve la Costa Esmeralda a un lado y el faro de Cap Frehel al otro. La entrada cuesta 5 euros, y el panfleto histórico en tu idioma 20 céntimos, que ya podían haber quedado como señores y regalarlo, digo yo. ¡Estos gavachos! Se puede subir hasta lo alto de la torre por una vertiginosa escalera de piedra agarrados a una soga, y recrear allí el duelo que en 1957 tuvieron Kirk Douglas y Tony Curtis en el rodaje de Los Vikingos. El castillo es una propiedad privada, y en el edificio anexo se veía desde arriba a un señor en bata y zapatillas dando de comer a un gato.
Buscamos alojamiento cerca de Dinan, que dejamos para el día siguiente, porque queríamos ver el Mont Saint Michel de noche, pero antes fuimos a cenar a Saint Malo. Esta es una etapa ineludible, un lugar totalmente diferente al resto de pueblos de Bretaña, con mansiones de piedra de varias plantas, y unas calles estrellas y peatonales llenas de vida. Subir a la muralla y recorrer desde allí el perímetro es una excelente forma de verlo todo: el puerto, la ciudad intramuros y la costa, donde la marea une y separa dos veces cada día las fortalezas construidas sobre islotes en la roca.
Una piscina de agua de mar se llena cuando sube la marea y se queda aislada la otra mitad del día. La temperatura ambiente te hace entrar en razón ante la tentación de bajar a lanzarse al mar desde los tres trampolines de la piscina, el más alto de unos 4 metros. Nos compramos unos deliciosos bocatas y nos los zampamos sentados en la muralla, observando a unos chavales lanzarse al agua, únicos valientes bajo aquel cielo naranja y rosa, en esta ciudad tan cautivadora, especialmente a esa hora mágica que es el atardecer, cuando todo cambia de color.
Desde allí se puede ver Dinard, zona residencial de lujo, y unos 50 kilómetros separan Saint Malo del Mont Saint Michel, pero vale la pena recorrerlos para verlo de noche. Solo se puede llegar hasta la entrada del parking, que está a unos 300 metros, y ya desde allí se ve que es un sitio único, uno de esos que justifican cualquier viaje, por largo que pueda ser. Esta es la zona más turística de Bretaña, y nuestro alojamiento cerca de Dinan nos costó 60 euros, sin embargo en Saint Michel hay carteles por todas partes de Chambres d´Hotes a 30 euros, campings e incluso hoteles baratos. Para haberlo sabido.
Vuelta hacia Dinan y otra vez perdidos en carreteras locales buscando alguna señal que nos orientase hacia nuestra casita. Desandamos varias veces el camino y por fin conseguimos orientarnos en la noche y descubrir el giro a la izquierda que llevaba a nuestro hogar.