Relato: Trece, por César Casado
Hola, mi nombre poco importa. Además, la historia que voy a contar es tan increíble, que puede parecer falsa y el simple hecho de que puede que lo sea, al igual que mi nombre, poco importa a estas alturas de mi no-vida.
Yo nací, como suele ocurrir en estos casos, un viernes trece de 1972, aunque nacer, lo que se dice nacer, no fue exactamente aquel día soleado. Lo cierto es que mi madre se empeñó en retenerme el máximo tiempo posible en su enorme vientre con la intención, de no ver a su catorceavo hijo, nacer en tal malamente señalada fecha. Sí, es cierto, mi madre era una persona muy supersticiosa, no lo niego, pero digo yo, que sus razones tendría. Tengamos en cuenta que había dado a luz a trece hijos, (antes que a mí), se le habían muerto trece maridos, trece hermanos estaban enterrados en el mismo cementerio donde descansaban los trece padres que mi madre había conocido. Era algo lógico que tuviera algo de tirria a ese número.
El caso es que mi madre tenía 63 años cuando comenzó a parirme. Era una gran mujer y los 133 kilos de ser femenino así lo corroboraban y aunque había recibido cientos de recetas para dietas adelgazantes, nunca perdió un sólo gramo en su vida. Bien es cierto, que a mi madre todas las dietas que le habían recomendado estaban escritas y perfectamente planificadas sobre una cuartilla, que mi madre siempre amontonaba en la despensa, y bueno… ella nunca aprendió a leer, ni tan siquiera su nombre y como no le gustaba reconocerlo ocurrió, que además de no perder un sólo gramo, conseguimos obtener en la despensa una enorme cantidad de papel con las mil y una forma de perder peso para gente que sabía leer.
Volviendo al principio, como ya he dicho, mi madre se negó a parirme en viernes trece y me retuvo, a pesar de los golpes que el veterinario del pueblo propinó al vientre durante todo un día, para que yo saliera, mientras que en la sala de espera, tres mujeres daban a luz entre cochinillos enfermos de asma, un burro al que le dolía la garganta y un forastero que preguntaba anonadado, si el único médico del pueblo era un veterinario, por cierto muy bueno.
Me gustaría decir, que lo recuerdo como si de un genio de la memoria me tratase, pero no sería del todo franco. En realidad, todo esto me lo contó mi madre cuando tuve uso de razón, a los 32 años. Ella, solía acostarme en su enorme regazo cubierto por un vestido de lana, a la orilla de la chimenea, las tardes lluviosas de febrero, (pero lo más gracioso es: que era en diciembre, en mi casa no teníamos chimenea y en el pueblo no llovía nunca, pero ella me dijo que tenía que ser así y así será). Esta situación se repitió constantemente hasta la terrible fecha de mi muerte, tras caer desde el techo de mi casa al suelo, sobre un fogata y luego salir corriendo al río contaminado que pasaba cerca de mi pueblo, tirarme a él, sin acordarme de que yo no sabía nadar y más tarde, cuando me recogió el carro-ambulancia oficial del alcalde del pueblo, éste se despeñaba en una curva (el carro) en el puerto llamado Despeñacarros, cerca de la ciudad donde me iban a trasladar con la sana intención de que alguien me pudiera hacer el boca a boca. No es que nadie en mi pueblo supiera hacerlo, es más, el veterinario lo hacia constantemente con un vecino que acostumbraba a ahogarse en la bañera, con la única intención, de sentir como vivían los peces, pero el río en cuestión donde yo había estado tragando agua, era el vertedero de un polígono industrial que operaba cerca de mi pueblo, y a ningún habitante le apetecía tragarse lo que yo me había bebido y confiaban que en la ciudad no supieran el origen del agua. Al final fue peor, porque en dicho accidente perdió la vida el veterinario y el conductor del carro, por lo que el pueblo quedo aislado durante meses sin transporte, ni asistencia sanitaria, y sólo por no querer tragar un poco de residuos tóxicos que posiblemente yo ya había digerido anteriormente. Al veterinario, le sustituyó su hijo cuando tuvo la edad, 81 años, y el carro-ambulancia del alcalde fue sustituido por una bicicleta con sillín trasero, que compraron entre todos los del pueblo. Como ya digo esto ocurrió cuando yo contaba con 33 años y mi madre 88, aunque nunca he sido de números, ha de ser algo así.
Sin duda alguna, esto fue una desgracia para toda mi familia, especialmente para mi madre. Yo tenía trece hermanos y si no me equivoco yo hacía el número catorce, lo cual significaba que era yo, el que rompía el número maldito según mi madre. De hecho sospecho que ella me tuvo únicamente para romper la maldición. Creo, que a pesar de la obsesión de mi madre, tenía bastante razón, pues desde que yo vine al mundo, las cosas en mi casa cambiaron para mejor. Para empezar mi madre se casó de nuevo con un caballero del norte, un banquero retirado, con mucho dinero en el calcetín, de afición casera, gusto por los niños y afán de patriarquismo. Las cosas mejoraron y mi madre engordó 23 kilos en dos días y en cinco años llegó a cumplir 5 años más. Curioso.
En cuanto a lo que se refiere a mis hermanos, me trataron siempre muy bien. Fui el niño mimado de la casa, el talismán del hogar, justo todo lo contrario que mi hermano Roberto el gafe. Éste era el marginado. Sobre él caiga el peso de ser el hijo trece, ni más, ni menos. Era la encarnación de la mala suerte incluso antes de nacer. Mi madre, al conocer su próxima venida al mundo, intentó abortarle en múltiples ocasiones, pero por más que se tiraba por las escaleras, nunca consiguió acabar con el feto. Impresionante. Me contaron que incluso mis hermanos intentaron acabar con él, antes y después de nacer. Antes, empujando a mi madre por las famosas escaleras y después empujándole a él directamente, pero siempre que lo intentaban alguno acababa en la clínica veterinaria, y mi hermano Roberto, ileso y sin darse cuanta de lo que pasaba a su alrededor.
Viendo mi madre que el plan de matar al gafe no iba a funcionar, pensó en cambiar de táctica. Una tarde reunió a mis hermanos en el salón y les dijo que uno de ellos debería morir. Por supuesto no hubo voluntarios por lo que la mujer, decidió echarlo a suertes.
El afortunado en principio fue David, pero luego se echaron atrás, cuando lo tenían atado a la mesa y el cuchillo de matar buitres ya se balanceaba sobre su cuello, se dieron cuenta de que David era el cerebrito de la familia, la única esperanza de mi madre de ver a un hijo en el bachiller antes de los cuarenta años. El récord estaba en cincuenta años y lo ostentaba Pedro.
Se volvió a sortear y salió el ya nombrado Pedro. El problema es que el chico tenía muy mala leche y estaba todo el día viendo películas de Bruce Lee; BRUCE LEE CONTRA LOS NINJAS MALVADOS; BRUCE LEE Y LOS ARGONAUTAS; BRUCE LEE: MAÑANA SERÉ VAQUILLA; BRUCE LEE: CAMINA O REVIENTA o BRUCE LEE APRENDE A LEER CON EL VAQUILLA, eran sus películas favoritas. El caso es que cuando se abalanzaron sobre él, este se puso a repartir hostias hasta quedarse solo. Desistieron del intento y desde aquel día, mi hermano, está atado en el jardín de mi casa junto a un cartel que dice: CUIDADO CON EL PEDRO. Antes he comentado que era él, el que más temprano había llegado al bachiller. Supongo que sus malas pulgas, el día que ardió la escuela con todos los profesores dentro y su sorprendente título de escolaridad, están conectados de un modo que aún investiga la policía.
El siguiente en salir fue Juan, el evasivo, fue imposible cogerle. También era conocido como el lagartijo. Acostumbraba a embadurnarse con jabón, aceite o vaselina por una afición, que nunca nadie comprendió, y claro, cuando le agarraban, el muy canalla, se escurría pudiendo huir sin problemas.
Lo de Antonio fue un caso extraño. El día que fueron a matarle, se presentó en casa con una supuesta novia. A mi madre le dio pena matarle viéndole tan feliz y decidió no acabar con él. A la mañana siguiente se enteraron de que Antonio había dejado a su novia. Mi madre lo envió al ejército para que perfeccionara las técnicas de estrategia como castigo.
Le tocó entonces a Juanjo que era un apasionado del camuflaje. Efectivamente cuando su nombre salió de las bolas especiales de sorteo, mi hermano desapareció repentinamente de donde estaba. Nunca más lo encontraron. Yo nunca le llegué a conocer pero lo más curioso de todo, es que todos sabíamos que estaba allí, en la casa. De vez en cuando, al pisar una alfombra o cerrar una puerta de golpe, se oía el peculiar grito de dolor del pobre hombre oculto entre las sombras. Creemos que antes de mi muerte aún él seguía vivo. Dios sabe donde, en que lugar de la casa camuflado.
A Samuel ninguno quería matarlo. Bueno, en realidad nadie se atrevió a acercarse a él, por que el tío era más feo que el hijo abortado del Fari, pegando a su padre, con un calcetín sucio, en la puerta de una iglesia, mientras chupa un limón. Llegó el eco de su fealdad hasta las calles del pueblo, hasta el punto de popularizarse la frase de: Eres más feo que Samuel chupando un limón. El caso es que a Samuel le teníamos en los campos de trillo haciendo funciones de espantapájaros. Llegué a oír que había espantado incluso a otros espantapájaros y estos formaron un sindicato con la intención de echarle del campo. Al final en la moción de censura celebrada en la plaza del pueblo Samuel perdió por abrumadora mayoría de votos en contra de las asociaciones de Cuervos Contra la intolerancia. Unión de Espantapájaros en Lucha y la Asociación de Vecinos con Tierras Cercanas a los Campos de Samuel. Mi hermano debería de haber dejado sus funciones pero no lo hizo nunca, y cada vez que la Guardia Civil pretendía echarle salían, como no, espantados al verle. Y es que era feo de veras.
A Jorge fue imposible matarlo y eso que de hecho, junto a Roberto el gafe, fue a uno de los que se intentó matar de veras. La cosa sucedió una noche mientras dormía. El, en cuestión, pesaba 80 kilos más que mi madre (no me obliguen a hacer el cálculo por favor) y se acostaba sobre un montón de paja acumulada sobre el montón de papeles de las recetas de mi madre, con la única intención de que semejante peso no, hundiera el suelo y acabáramos toda la familia en el infierno, ya que según el párroco del pueblo, si hacías un agujero muy profundo ibas directo al infierno. Recuerdo que una vez un forastero de ciudad llegó al pueblo de visita a ver la iglesia (que en realidad era un matadero reformado) y cuando el ciudadano entró en la iglesia y escuchó las palabras del cura respecto a los agujeros del suelo y su condición infernal, no dudó en hacer alarde de animal urbano, conocedor de mundo, con intereses instructores a pueblerinos cerrados y comentó en medio del sermón preferido del populacho, que en las ciudades más importantes había grandes excavaciones en el suelo que comunicaban con diferentes puntos de la ciudad mediante un tren. Lo que sucedió después fue inmediato, al grito desgarrador del párroco: ¡Es un Ángel del Infierno!, ¡Es un conductor de los gusanos infernales de los que os hablé!, el público presente se abalanzó sobre el hombre y lo llevaron en volandas hacia el ara de quemar herejes oficial del pueblo, el único que sobrevive al tiempo en perfecto estado. Ni que decir tiene, que el ciudadano no volvió a discrepar las palabras del cura. Es más, nunca volvió a discrepar a nadie. El cura dijo tras la Cremá, que ahora ese maldito Ángel del Infierno estaría en el lugar que le corresponde, yo por mi parte comprobé que no era exactamente como lo contaba el cura, pero eso es parte de otra historia que ya comentaré más adelante. Bueno, volviendo a Jorge que me estoy saliendo del contexto. Como ya he dicho mi familia se reunió una noche en la despensa para acabar con Jorge, y tras una serie de dudas de quién lo haría, al final todos comenzaron a acuchillarle con la daga de sacrificar huros. Fueron 58 agujeros en la tripa enorme de mi hermano, mortales para cualquier persona pero no para la grandiosa capa de grasa almacenada en el vientre de Jorge. Lo pudieron comprobar cuando a la mañana siguiente, Jorge se levantó de la cama diciendo que le dolía mucho la tripa, se tomó un Almax a granel y ahí sigue vivo y engordando.
Luis y Manuel eran gemelos y hubo problemas a la hora del sorteo ya que el uno se hacía pasar por el otro y nadie quería cometer errores. Desistieron en el intento.
Ernesto era el tonto de la familia. Bueno… era el más tonto de la familia. Para hacer una idea de la inteligencia que poseía ese ser en la cabeza, basta con decir que no tenía cerebro. Antaño, fue una persona normal, pero también, muy aficionado a las cartas hasta el punto, que un día, jugando una partida al cinquillo con un médico que llegó al pueblo para asesorar al veterinario, Ernesto perdió todo su capital, desesperado pidió una solución al doctor. Éste le propuso que se apostara el cerebro, ya que él, lo necesitaba para una operación de transplante a una oveja. Mi hermano, tristemente aceptó y aún más tristemente se acabó cediendo su cerebro, que pasó más tarde a una oveja que se hizo famosa por ser la única oveja del mundo, que en vez de balar jugaba al cinquillo, y además muy mal. Se nota que no viene mucha gente por mi pueblo. Más de uno, se quedaría boquiabierto al ver, por ejemplo, las movilizaciones y debates que se montan en mi pueblo entre los animales, cada vez que se acerca San Martín. Don Braulio, que tiene un ganado de cerdos se encontró a sus puercos una mañana, quemando cubos de basura y portando pancartas que decían: QUE SE DESANGREN ELLOS; Y UN JAMÓN PARA SAN MARTÍN: QUEREMOS AMNISTÍA, QUE OS DEN MORCILLAS y cosas por el estilo. La cosa acabó con una carga a la Benemérita y unos cuantos cochinillos arrestados. Parece ser que me he vuelto a ir por los Cerros de Úbeda. Mi hermano perdió el cerebro y como consecuencia, quedó tonto, hasta el punto que todo el mundo le decía que debería estar muerto, pero no se enteraba de nada y seguía vivo. Lo que sucedió cuando mi familia le mató fue exactamente lo mismo. Por más que se le mataba, él no se daba por aludido y fue imposible hacerle comprender que debía de dejar de respirar y tirarse al suelo para no moverse nunca jamás. Fue imposible, no era capaz de hacer todo eso a la vez. El simple echo de coordinar todas aquellas acciones a la vez, resultó un mundo para el pobre descerebrado. El penúltimo era Felipe, que era muy guapo. El más guapo del pueblo. De hecho era el que más dientes tenía, 5 y ½. Todos hablaban de lo bien que vestía con sus mocasines de esparto, su boina calada que tapaba las cicatrices de la frente, sus manos fuertes que eran más grandes que su cara, incluso más enormes que una paellera, su ojo azul y su otro ojo tapado por ese parche tan distinguido y por supuesto ese palillo verde siempre entre dos dientes, que los más viejos decían que pasaba de boca en boca entre los galanes del pueblo elegidos cada cien años en Pocasluces de Riomierda desde. Todo esto llevó a que se le apodara y quedó conocido en todo el pueblo como Felipe el Hermoso. El día que lo intentaron, a pasado a la historia negra de Pocasluces de Riomierda. Tras salir elegido Felipe, salió corriendo al pueblo pidiendo ayuda en un alarde de cobardía, cuando de repente las mozas del pueblo comenzaron a envolverse a su alrededor haciendo de escudos humanos. Pero eso no frenó a las escopetas de cazar osos de los brutos de mis hermanos. Ni que decir tiene, que el pueblo quedó estéril tras semejante masacre, en la que no quedaron testigos. Mi hermano Felipe pidió a mi familia, que por su condición de especie protegida de Pocasluces, deberían tener más consideración con él. Mi madre, tras ver la trágica escena, perdonó la vida a mi hermano. El alcalde desconcertado usó los fondos del presupuesto del pueblo para comprar mozas nuevas en la feria de Villacumbre, una aldea cercana al que le sobraban las mujeres. Esos si que eran brutos. Mi familia por supuesto era originaría de allá.
Por último, sólo quedaba por intentarlo con, Jesús el listo, y no por inteligente ya se me entiende. El mismo día de la masacre de Felipe o El Día de San Pasao, como lo bautizó el alcalde, todas las miradas se posaron en Jesús que era el último de la lista de posibles muertes. El caso es que cuando todos comenzaron a avanzar hacia él con un hilo de sangre en la mirada, Jesús se llevó la mano al pecho, simuló un gesto de dolor y cayó al suelo. David el cerebrito advirtió que el corazón, según había leído en la revista Diez Minutos, estaba a la izquierda y el chaval se había llevado la mano a la parte derecha del pecho. A pesar de no comprender bien lo que decía, pues ninguno de mis hermanos sabían bien cual era la izquierda y cual la derecha (Ernesto no sabía ni lo que era una mano), si comprendieron bien lo que quería decir, Jesús, en un intento dramático, quería engañarlos y así permaneció durante tres días, sin respirar el tío burro. Justo el tiempo que tardó mi hermano David en pronunciar estas sabias palabras:
– JO …. Mamá. Es más difícil matar a un hijo que parirlo.- Sabias palabras que entraron en la cabeza de mi madre, y rápidamente iluminaron la ensombrecida mente de ella. Tendría otro hijo en vez de matar lo que ya tenía.
Encontrada una solución pacífica, al tercer día, Jesús, resucitó y volvió a casa gritando: ¡MILAGRO!.
Hasta aquí una parte de mi descabellada familia. Quizás un día de estos cuente más sobre esta. Quizás más adelante. Quizás en otro capítulo. O quizás no.
Autor: César Casado