Paracuellos, de Carlos Giménez
A cualquiera que haya estudiado algo de historia, le resultará fácil recordar a Franco no como “el caudillo de España” sino como el dictador fascista que tantos estragos causó a su propia nación. Sin embargo, lo que resulta más difícil es constatar de primera mano las consecuencias de ese régimen fascista.
Por eso, hay que agradecer el esfuerzo de Carlos Giménez, autor capaz de hurgar en lo más profundo de su memoria para narrar sin tapujos los horrores de la España franquista, sin enfocarse en la guerra civil ni las matanzas que serían reportadas por la prensa, sino más bien en la realidad cotidiana, en la relación entre adultos autoritarios y niños desvalidos en las instituciones educativas, más concretamente, los hogares de auxilio social de la Falange Española Tradicionalista y de las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista (FET y de las JONS).
Carlos Giménez, quizás el autor más representativo del cómic español de los últimos 50 años, se embarcó en una muy particular aventura narrativa con “Paracuellos”. La suya, es una obra netamente autobiográfica, en la que rememora sus experiencias como uno de los internos en estos hogares de auxilio social. Giménez pasó allí toda su infancia, 8 años según él mismo aclara, y al salir, quedó marcado por las terribles experiencias vividas en estos recintos miserables y feroces.
Desde 1977 hasta 2003, Giménez se dedicó a contar su pasado a lo largo de 6 álbumes con un total de 600 páginas. “Me gustaría que estos relatos que se cuentan en los seis álbumes de la serie Paracuellos fueran considerados no solamente como la historia de unos colegios raros y perversos, sino además, también, como una pequeña parte de la historia de la posguerra española. Quizás una parte no muy importante en términos generales, pero en términos particulares, para los que nos tocó vivirla y para nuestros familiares, suficientemente importante como para querer dejar constancia de ella”.
No se me ocurre ninguna otra obra de semejante magnitud y de tanto rigor histórico, con la excepción del “Maus” de Art Spiegelman; pero lo que más se debe destacar en la propuesta del autor madrileño es la forma en la que rescata el punto de vista infantil, la inocencia de la mirada del niño que lo ve todo pero no siempre es capaz de encontrarle sentido ni a la situación ni a las circunstancias. Y de hecho, como adulto, uno mismo a veces también se siente incapaz de explicar cómo llegaron a ser posibles los eventos que Giménez describe. Talentoso narrador, excelente guionista y artista notable, Giménez encuentra en el noveno arte el medio ideal para comunicarnos sus inquietudes. “Paracuellos” es uno de los cómics más personales, honestos y estremecedores que se hayan producido en Europa.
Obviamente, no pretendo resumir aquí 600 páginas intensas e íntimas sobre el grupo de chavales que conviven en este peculiar internado, pero sí quisiera mencionar brevemente el contexto en el que se desarrollan las peripecias de los protagonistas. Los hogares, lejos del esquema de caridad que tanto pregonaban, eran instituciones crueles en las que los niños padecían hambre y eran constantemente maltratados por el personal. Son recurrentes las anécdotas en las que los chicos deben rebuscar en el tacho de la basura para llevarse algo de comida desechada a la boca, o incluso casos extremos en los que comen los restos de alimento que encuentran en el vómito de alguno de sus compañeros. El agua también se convierte en un bien preciado, sobre todo en relatos en los que es tanta la sed, que ellos beben el agua estancada en los lavatorios, sucia de jabón, como si se tratase de agua fresca. No les queda otra opción.
Y, sin embargo, a pesar de las penurias, los chicos mantienen siempre el optimismo, o más bien una extraña mezcla de esperanza con ensoñaciones diarias (todos expresan, una y otra vez, su deseo por salir de la institución y poder regresar con sus familias). Frente a los dolorosos castigos impuestos por los adultos, los pequeños logran mantenerse en pie; porque para ellos el mayor dolor no es físico, lo que realmente les duele es no contar con el afecto de sus padres.
Es enternecedor ver la ingenuidad de los protagonistas y, al mismo tiempo, terrible observar cómo algunos de ellos pierden la inocencia. En vez de pensar en juegos, unos pocos se convierten en negociantes, alquilan tebeos, acusan a sus compañeros a cambio de comida, o adquieren fruta en mal estado y la venden por partes: algunos se comen lo malogrado, lo “pocho”, de la fruta, otros la cáscara y algunos afortunados el resto.
Frente a un escenario tan desolador, el protagonista, alter ego de Carlos Giménez, descubre el fascinante mundo de los cómics. Cuando se sumerge en las viñetas, parece olvidar por un momento su entorno, y eso es suficiente para revigorizarlo. Es admirable y casi angustiante ver cómo, durante meses, él vende los panes de la merienda, pasa hambre, y se las ingenia para negociar con los otros niños hasta llegar a reunir 32 pesetas, la cantidad necesaria para comprarse la colección completa de “El cachorro”, el cómic español más popular de la época.
Tal vez uno de mis capítulos favoritos es, precisamente, “El cachorro, el catecismo y la señorita de Castellón”. El protagonista recibe su paquete lleno de cómics nuevecitos, impecables, y él está tan feliz que le tiemblan las piernas. Han sido meses de sacrificio, pero finalmente tiene entre sus manos el preciado tesoro. Sin embargo, mientras él está ensimismado con su colección de tebeos, la maestra de catecismo tiene una grave pelea con su amante. La relación lésbica entre ambas mujeres está sugerida en una asombrosa secuencia muda de varias viñetas, el autor madrileño no necesita más para humanizar a una vieja solterona que, a simple vista, pareciera diseñada para convertirse en un personaje detestable. Frente a la decepción amorosa, sobreviene un exabrupto de ira, y la monja quema todos los tebeos que encuentra, incluyendo la colección íntegra de “El cachorro”.
Las figuras autoritarias del hogar de auxilio social no son monstruos inhumanos a pesar de sus actos de refinadísima crueldad. Giménez tiene el acierto de mostrárnoslos en toda su dimensión humana. Además, una que otra vez, algún adulto intenta interceder por los niños, pero finalmente termina rindiéndose frente a la estructura de poder que domina a España. Incluso, la forma de ser corrompidos y de aceptar sobornos adquiere, en ellos, un aire de naturalidad que inmediatamente nos hace entrar en contacto con nuestra propia realidad.
Finalmente, es necesario señalar que en el transcurso de “Paracuellos”, vemos cómo el protagonista se dedica cada vez más a la creación, empezando con simples dibujos hasta pasar a dibujar historietas completas que son leídas con avidez por sus amigos. Creo que es esa pasión creadora lo que mantiene con vida al alma del protagonista, es justamente la posibilidad de abstraerse y viajar a un universo de fantasía, lo que le permite a ese niño indefenso sobrevivir a una dura realidad. Acaso sea esa la lección más valiosa que nos deja Giménez.

Todo 36-39: Malos tiempos, de Carlos Giménez
[AMAZONPRODUCTS region=”es” asin=”8483463245″]