Los dientes del tiburón, de François Boucq
Hace un siglo, la corriente surrealista surgió en París. Rápidamente, este movimiento cultural transformaría a las artes plásticas, a la poesía e incluso al cine; desde luego, el surrealismo se desbordaría por doquier, sobrepasando los límites geográficos franceses, y alcanzando hasta los rincones más ignotos del planeta. Desde un inicio, hubo una estrecha relación entre surrealismo e imagen (cuadro, grabado, ilustración, etc.), Lógicamente, los cómics también se inspiraron en esta novedosa corriente; por ejemplo, algunas de las grandes obras del noveno arte de principios del siglo XX (“Little Nemo in Slumberland”, de Winsor McKay) destacan gracias a su innegable tono surrealista.
Evidentemente, a lo largo de las décadas, la bande dessinée francesa también se sumaría a la revolución surrealista, con increíbles resultados. De hecho, “Les dents du recoin” (“Los dientes del tiburón”) sería uno de los trabajos más originales, inteligentes, divertidos y atrevidos que he leído en mi vida. François Boucq, uno de los mejores guionistas y dibujantes de Francia, decidió narrar las peculiares aventuras de Jérôme Moucherot (Jerónimo Puchero), una fiera con forma de hombre, un vendedor de seguros con piel de leopardo, que debe sobrevivir en la jungla urbana e imposible de un mundo que parece haber sufrido algún indescriptible cataclismo.
Boucq nos ofrece con maestría una doble ración de humor; por un lado, a nivel gráfico, tenemos escenas hilarantes, y a nivel netamente narrativo, tenemos conversaciones desopilantes entre el protagonista y sus colegas de trabajo, todos vendedores de seguros, mientras pelean con los otros animales que visitan el bar de su preferencia. Como toda fiera, Jerónimo espanta fácilmente a los herbívoros (retratados como atletas veganos de poco coraje), pero él mismo también debe enfrentarse a poderosos depredadores o simplemente a criaturas tan depravadas como las tribus de pitufos nómades, capaces de descuartizar y devorar un dinosaurio entero en cuestión de minutos, o de “destripar” las carteras de inofensivas ancianitas.
Boucq emplea todos los elementos a su disposición para generar una retahíla de carcajadas en el lector, y sus diálogos absurdos pero tremendamente ingeniosos, sazonados con un estupendo sentido del humor, nos harán recordar a grandes dramaturgos francófonos como Eugène Ionesco. Cuando Jerónimo Puchero llega su hogar, es recibido por una amorosa esposa y por tres cariñosos hijos, quienes degustan un gigantesco filete de mastodonte (comprado por la esposa en el supermercado, aprovechando una oferta). No obstante, la sangre de este animal antediluviano atrae a un peligrosísimo tiburón que navega por las paredes azules del comedor.
Cuando el tiburón engulle al hijo menor de Jerónimo Puchero y se sumerge en la pared, el desesperado padre de familia busca ayuda; es así como acude al departamento de su vecino Leonard De Vinci, un erudito, un científico renacentista, un inventor, y un hombre que goza al danzar con su joven ayudante, a quien vestirá únicamente con unas pocas prendas íntimas. Jerónimo Puchero invade la intimidad del maestro Leonard, pero el sabio decide brindarle su apoyo.
Ese es el comienzo de una delirante travesía, rica en elementos fantásticos y oníricos. Boucq despliega ante nuestros ojos un verdadero banquete visual, asumiendo la fuerza central del surrealismo y repotenciándolo con el absurdo literario. El extraordinario arte de Boucq exuda vitalidad y una belleza demencial que nos sorprende y nos atrae a la vez. Observar al protagonista cruzando los mares imposibles de la dimensión de las paredes es un auténtico deleite. Hay páginas preciosas, inolvidables, que nos sobrecogen de manera especial, y en todo momento, sentimos la destreza y el dominio gráfico absoluto de tan excelente artista.
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