[Crítica] Trilogía El Señor de los anillos

En estas fechas navideñas qué mejor plan que disfrutar de cine familiar, como lo es la trilogía de El señor de los anillos, cuyas tres películas (ya sabéis que el Hobbit está al caer) se prepara a analizar nuestro colaborador Jesús Benabat.

LA COMUNIDAD DEL ANILLO

El mundo ha cambiado; lo siento en el agua, lo siento en la tierra, lo huelo en el aire…Las palabras de la dama Galadriel eran premonitorias. El extenso lapso de tiempo abierto tras la última gran batalla contra el mago oscuro Sauron en la que el anillo único de poder abandonó a su dueño original, se mantuvo en una quietud aparente, una paz ficticia. El Mal continuaba al acecho, reconstruyéndose tras las oscuras murallas de Mordor, alimentado por la debilidad de los hombres, esperando una nueva oportunidad para recuperar lo que un día fue suyo; el anillo. Demasiado tiempo fue objeto de la fascinación obsesiva de un ser corroido por la avaricia y recluído en lo más profundo de la montaña, en las sombras impenetrables, donde nada ni nadie osaría internarse. Salvo una pequeña criatura, un hobbit indiscreto y curioso embarcado en una aventura insólita junto a doce enanos. Los avatares del destino lo condujeron a la montaña y su audacia le proveyó el tesoro; acertijos en la oscuridad. Sus hazañas prosiguieron y el viaje emprendió su vuelta, y con él, el embaucador anillo. Mientras tanto, esa grimosa criatura que durante tanto tiempo lo poseyó, dio inicio a su trágico periplo por una tierra hostil que lo llevaría hacia las mismas fauces de la Torre Oscura, donde entre sollozos y confuso balbuceo reanudó el ciclo; el mundo se abocaba de nuevo al cambio, las sombras crecían, el anillo era el fin indisoluble de la eterna lucha entre el Bien y el Mal.

El extenso y evocador prólogo que J.R.R. Tolkien compuso a modo de poema en verso para introducir la épica historia que desarrollaría a lo largo de tres novelas y cientos de páginas, podría constituirse como una película en sí misma llena de matices y trepidantes aventuras, por lo que el reto para Peter Jackson, Frank Walsh y Philippa Boyens, equipo de guionistas de la ambiciosa trilogía cinematográfica, de sintetizar todo un universo fantástico en una trama limitada y con una coherencia suficiente para ser comprendido por los profanos en la novela, era de dimensiones colosales.

La base de esta magna obra cinematográfica se encontraba en ese prólogo, pues sin él todo el desarrollo posterior hubiese estado condenado al fracaso. El resultado fue una perfecta y sincrética maquinaria narrativa que resumía en apenas unos minutos la compleja telaraña argumental que Tolkien había tejido en docenas de páginas. La armónica conjunción entre la voz de la elfa Galadriel (Cate Blanchett) y la belleza de las imágenes, elegida cada una de ellas con un justificado sentido ilustrativo, sumerge desde el comienzo al espectador en un mundo fantástico narrado como si de un legendario cuento oral se tratase, un exquisito preámbulo para una historia grandiosa.

La Comunidad del Anillo posee un aroma especial. La placidez de La Comarca, la afabilidad de sus gentes, el verde de sus prados, el despreocupado disfrute de la fiesta de cumpleaños de Bilbo, la celebrada llegada del mago gris, se nos antoja como un remanso de paz ante todo lo que está a punto de acontecer, el contrapunto luminoso a la paulatina reconquista de la Tierra Media por la oscuridad. Es entonces cuando la acción se desata y la aventura se inicia con una espectacularidad insólita hasta este momento en la gran pantalla. El peregrinaje de Frodo, Sam, Merry y Pippin por los límites de la Comarca con los jinetes negros tras sus pasos hasta su abrupta llegada a la aldea de Bree sacrifica algunos pasajes del libro francamente encantadores (como su paso por el Bosque Viejo o el encuentro con el peculiar Tom Bombadil), no obstante con ello la película gana en agilidad y tensión en un primer acto que podríamos extender hasta el concilio de Rivendel y que logra su clímax en la Cima de los Vientos.

Una vez constituida la Compañía del Anillo, la trama termina de configurar el elenco de personajes principales, quienes inician una misión suicida en torno al sorprendente portador que los llevará, en esta primera entrega, hasta las impenetrables raices de la tierra. La entrada de la compañía en las minas de Moira es todo un fabuloso despliegue técnico en el que el tratamiento de la luz dota de total verosimilitud a la recreación digital del lugar, además de escenificar la primera escaramuza bélica de la saga en una escena brutal de lucha cuerpo a cuerpo. Aquí las criaturas son reales, su sangre salpica la pantalla, el temor se deja sentir en el ambiente, la épica comienza a aflorar en todas sus vertientes. Y entonces aparece el Balrok y corroboramos la magnitud del espectáculo al tiempo que vibramos con la férrea actitud de Gandalf (un magistral Ian McKellen) a no dejarlo pasar bajo ningún concepto en una escena memorable de una evidente carga dramática.

Tras ello, la incursión de la maltrecha compañía en el bosque de la dama Galadriel es un súbito impasse un tanto aburrido aunque justificado en su intento de ahondar en el alma de sus personajes, que da paso finalmente a la encrucijada de caminos en la que se ramifica la epopeya después de la honrosa muerte de Boromir.
La Comunidad del Anillo es la entrega de la trilogía con un menor peso de la acción, sin embargo la capacidad de sugestión de Peter Jackson en la recreación de los ambientes y en el retrato de las actitudes y actos de sus personajes hacen de ella, a mi parecer, la pieza más trepidante de la saga; aunque discernir entre la calidad de las tres películas sea de una complejidad evidente, pues es fácil concerbirla como un bloque homogéneo. Puede que cada espectador halle en cada una de ellas una razón personal para elegirla como predilecta, y si tuviese que dar una explicación coherente de la mía me faltarían las palabras. Probablemente sea debido a que La Comunidad del Anillo es el comienzo de la aventura, la primera pieza de una deslumbrante pieza visual, un inicio evocador de una historia arrebatadora, el contacto original con el universo, ahora cinematográfico, de Tolkien. A simple vista, la ambición de Peter Jackson y su equipo era suicida, sin embargo lograron cumplir las expectativas incluso de los más acérrimos seguidores de la saga. Los recursos técnicos, la banda sonora de Howard Shore, las interpretaciones de su elencto actoral, el escenario natural de Nueva Zelanda o el ingente despliegue de extras sometidos a un maquillaje inaudito; son sólo agunos de los ingredientes que contribuyeron a confeccionar una película perfecta; el fascinante inicio de la mejor saga cinematográfica de todos los tiempos.

LAS DOS TORRES

Los caminos se bifurcan. La Comunidad del Anillo se ha desintegrado y nuevos retos se abren para sus integrantes. Sin embargo, el objetivo continúa estando ligado inevitablemente a los fuegos del monte del destino; origen y final de la maldición que arrastra Frodo como si de una pesada losa para el espíritu se tratase, con la única compañía del fiel y tenaz Sam, aunque acechados por la vaga presencia de una criatura cuya trágica existencia depende de igual modo del caprichoso azar que rige los caminos del anillo. Mientras tanto, el resto de la compañía debe afrontar la irrefrenable oscuridad que anega la Tierra Media y cerca a los últimos pueblos libres de los hombres ante la inminente batalla final en la que se pondrán en liza las desiguales fuerzas del Bien y del Mal.

La mera estructura narrativa de Las Dos Torres suponía ya un complejo aunque apasionante reto para el equipo de guionistas liderado por Peter Jackson. La adaptación cinematográfica de las novelas en forma de trilogía dejaba entre el comienzo y el final un eslabón intermedio al que dotar de cierta coherencia respecto a los demás pero que al mismo tiempo fuese concebido como una película en sí mismo, es decir, que tuviese una dinámica de acción in cescendo, en cierto modo autoconclusiva, y no se convirtiera en una mera visagra de transición hacia el episodio final. El resultado fue inmejorable. El sincretismo que Jackson hilvana con maestría entre los distintos ejes argumentales supone todo un hito en la histórica relación entre cine y literatura, transgrediendo sus fronteras con la osadía de un genio al componer pura poesía visual entrelazada con el poema que es en sí misma la obra de Tolkien.

La sincronía de sus tramas se encuentra administrada por un ritmo ágil al que impone breves periodos de impasse en los que profundiza en los particulares ámbitos dramáticos de sus personajes. No obstante, la película logra mantener una vibrante cadencia en escalada ascendente basada en una necesaria artificialidad narrativa. En ciertos momentos, la rígida fidelidad al orginal literario pierde sentido en favor del propio dinamismo de la adaptación cinematográfica, aunque también en otros se enrede en cuestionables encrucijadas sin salida (como el cautiverio de Frodo y Sam hasta Osgiliath). Precisamente en este punto, en la valentía de recomponer la acción y desmarcarse mínimamente de su literalidad, es donde Las Dos Torres halla su principal virtud al erigirse como una película coherente y admirable en sí misma.

Así pues, observamos por un lado el arduo camino recorrido por Frodo, Sam y su nuevo e inesperado a guía a través de los peligrosos alrededores de Mordor, centrando de forma especial la atención al comienzo de la trama y difuminándose paulatínamente a medida que los otros escenarios ganaban peso; por otro seguimos las andanzas de los dos hobbits raptados por los Uruk-Hai de Saruman y su posterior encuentro con los ents, algo que se utiliza como una suerte de contrapunto o de pausa a la acción paralela, aunque finalmente estalle aquí de igual forma; y por último, vibramos con la épica misión de Aragorn y compañía de avivar los espíritus de resistencia del pueblo de Rohan ante la amenaza cierta de exterminio por parte de Isengard.

En Las Dos Torres podemos encontrar dos grandes atractivos que logran destacar entre el resto que de por sí abundan en la película. El primer de ello es la aparación, tras adivinar únicamente sus grandes ojos en las minas de Moira, de Gollum, todo un hallazgo técnico-expresivo que marca un antes y después en la historia del cine digital. La recreación de este correoso personaje es sencillamente portentosa, al igual que la elocuente interpretación de Andy Serkis bajo los sensores. Las escenas en las que Gollum-Smeagol desarrolla toda una lucha dialéctica interior en torno a la fidelidad hacia su amo (Frodo), logran trasmitir todo el dramatismo que desprende el torturado personaje, lo hace tangible, tan verosímil (incluso más) como cualquiera de carne y hueso, además de introducir ciertos apuntes cómicos en su tormentosa relación con Sam.

La segunda gran atracción es, sin duda alguna, la épica batalla del Abismo de Helm. En ocasiones, la pura acción no es suficiente; es preciso de crear un ambiente que inste a ella, que prepare al espectador a asistir a todo aquello que está a punto de desatarse. Peter Jackson conoce a la perfección la fórmula y la aplica aquí como nadie lo había hecho antes. Por ello, se detiene en las miradas de miedo de los pobres habitantes de Rohan a los que alistan apresuradamente en las filas de un frágil ejército condenado al exterminio, en los rostros ansiosos de sus mujeres e hijas, en ese silencio abrumador previo a la battalla.

Es realmente sobrecogedor observar las murallas repletas de hombres en una quietud imposible mientras el enemigo avanza ocupando todo el horizonte. Entonces comienza súbitamente a llover. Se oyen los rugidos de los orcos, el temblor de la tierra bajo las pisadas de miles de ellos, la tensión palpable, el terror mezclado con el deber y la valentía de los hombres; la épica, al fin y al cabo. El combate se desencadena, la muerte anega el campo de batalla, la lucha cuerpo a cuerpo selecciona a los más fuertes; pura acción cinematográfica técnicamente impecable y acompañada por los compases de la música de Howard Shore que coloca al Abismo de Helm (incluso con sus licencias heróicas algo inverosímiles) entre las más apasionantes vistas en una gran pantalla. Imposible no permancer en tensión durante los más de cuarenta minutos (con algunos intermedios) en los que se despliega la batalla, hasta la llegada salvadora del mago blanco con los rohirrin a sus espaldas.

Las Dos Torres era quizás la película de la trilogía más complicada que debía afrontar Peter Jackson y su equipo, sin embargo, la simplicidad narrativa que utiliza para dar sentido y coherencia al eslabón intermedio, la convierte en el verdadero eje de la saga.

EL RETORNO DEL REY

>El final del apasionante periplo por la Tierra Media se acerca, no obstante aún quedan grandes batallas por librar y retos difíciles que afrontar. La estoica victoria de Rohan en el Abismo de Helm frente a las hordas de Saruman tan sólo era un preludio de la guerra total que se avecina desde el Este sombrío, donde la oscuridad crece ante el pavor y el desánimo de los hombres. La unidad de estos frente al enemigo común se antoja como la única posibilidad de supervivencia, alimentada asimismo por el liderazgo del heredero de Isildur, el montaraz renegado que camina resoluto hacia el trono que le pertenece. Mientras tanto, el insensato cometido de Frodo y Sam les sumerge en las tierras estériles y ásperas de Mordor, sin más guía que una criatura traicionera que ansía por encima de todo recuperar el tesoro que le fue arrebatado en la oscuridad de su cueva.

Y qué mejor forma para iniciar la narración de esta tercera y última entrega que mostrando la historia de ese ser dual y atormentado, los orígenes de ese pesar, cuando no era más que un hobbit que pasaba una apacible tarde de pesca junto a su amigo y el anillo se cruzó en su destino para siempre, avivando una avaricia insana, propiciando un destierro del que jamás regresaría hacia las profundidades de la montaña, donde nada ni nadie perturbarían su abnegada entrega al tesoro. El prólogo que introduce Peter Jackson, además de pertinente en el proceso de comprensión del fascinante personaje, supone un sugestivo recurso narrativo a partir del cual hilvana la reanudación de la historia con fluidez y sin grandes fisuras en una trama concebida como un macrodiscurso fílmico para ser disfrutado sin pausa (para aquellos que lo logren). De hecho, esta suerte de prefacio cinematográfico enlaza con el Gollum actual que conduce a los imprudentes hobbits hacia el túnel de Ella, a partir de un soliloquio a dos voces sencillamente magistral en el que el reverso malévolo de Smeagol ha terminado por conquistar cualquier resquicio de dignidad en este último.

Paralelamente, el resto de la ya extinta compañía del anillo se reencuentra sobre los escombros de Isengard, devastada por la ira desatada de los a priori pacíficos ents. En este punto, el reto para el equipo de guionistas de la trilogía era prácticamente insalvable ya que debían decidir el destino de Saruman, quien en la novela desempeñaría un último papel trascendental eliminado de la versión cinematográfica por evidentes cuestiones prácticas de metraje. La solución narrativa aportada fue más bien torpe e incoherente, obviando la figura del mago en la versión en cines y planteando una disputa dialéctica de tintes surrealistas en su versión extendida. De hecho, parte de las críticas vertidas por los más acérrimos seguidores de la saga literaria se encuentran relacionadas con el abrupto y deshonroso final de Saruman.

A partir del desafortunado episodio de Isengard, la película retoma paulatinamente el pulso medido y ágil consustancial a la trilogía en una dinámica de tensión ascendente que nos conduce irremediablemente a la guerra escenificada en Minas Tirith. No obstante, antes se nos descubre en toda su majestuosidad la ciudad blanca, una fortaleza construida verticalmente en sucesivos anillos amurallados que constituye un auténtico y fascinante hallazgo visual del equipo técnico de la película, capaz de rebasar incluso la perfección ideada en la febril imaginación de los lectores asiduos de Tolkien. La entrada de Gandalf en la ciudad y el recorrido por sus calles a lomos de Sombragris son de una belleza real cargada de emoción y épica al son de los compases de la partitura de Howard Shore, sólo comparable con ese interludio lírico en el que se encienden las almenaras a través de imponentes montañas transitadas a vuelo de pájaro por una cámara inverosímil hasta alcanzar la vista de Aragorn en un soberbio recurso de transición espacial.

Es entonces cuando la película se interna en un bucle vibrante de acción en dos escenarios; por un lado, el tortuoso ascenso por la escalera sinuosa y la trampa que acecha a Frodo al final de la misma en forma de gigantesca criatura hambrienta (brillantemente recreada, al igual que su combate contra un Sam pletórico); y por otro, el asedio a Minas Tirith por una multitud inabarcable de orcos que augura la destrucción absoluta de la ciudad si nadie impide lo contrario. Suerte que los rohirrin, comandados por un rey Theoden envalentonado, acude al rescate de Góndor in extremis con una carga de caballería demoledora que hubiese sido suficiente sin la aparición sorpresiva de un ejército de aguerridos olifantes difíciles de derribar desde el terreno. La recreación cinematográfica de la guerra es realmente impresionante, no ya sólo por la espectacularidad del combate cuerpo a cuerpo o el inaudito despliegue de efectos especiales, sino también por la capacidad de Jackson para la creación de una atmósfera tensa y de tintes épicos desvelada en el miedo palpable de los hombres de Góndor ante la marea incontenible de oscuridad que los sitia; las arengas de Theoden ante un espléndido ejército de caballeros o el ataque suicida de los hombres de Faramir contra la destruida ciudad de Osgiliath con el canto triste de Pippin de fondo.

Es igualmente cierto que el baile de cifras de efectivos de uno y otro bando puede llegar a parecer caprichosa a tenor del uso masivo de la tecnología digital (¿de dónde salen tantos rohirrin tras la masacre del Abismo de Helm?, ¿por qué tiene unas defensas tan escuálidas el reino de Góndor?), y ofrecer instantes un tanto inverosímiles o carentes de sustancia (¿por qué no hay sangre en el campo de batalla?). No obstante, la adrenalina es segregada de forma arrolladora ante una sucesión de escenas grandiosas, como esa reivindicación heróica de Eowyn (el papel de la mujer en las novelas de Tolkien era muy secundario) al enfrentarse al señor de los Názgul con la inestimable ayuda de Merry; el momento de gloria de Legolas a lomos del olifante; el brutal asedio de la ciudad con cabeza de lobo incluida (cuando consiguen traspasar las puertas, la expresión de Gandalf lo dice todo); o la salvadora y aplastante llegada del ejército de muertos (un recurso fácil para acabar la guerra de forma rápida).

Y cuando parecía que ya todo estaba cercano a su fin y no cabía más destrucción, los restos de los ejércitos de los hombres toman la feliz idea de acudir a la misma Puerta Negra para desafiar a Sauron y, de paso, ofrecernos vibrantes instantes dramáticos de coraje y honor (la arenga del nuevo rey de Góndor entra en los anaqueles de grandes discursos bélicos del cine) aunque todo indicara que la única salida sería la muerte (Aragorn seguido por los hobbits hacia una inmensa marea enemiga; los pelos como escarpias). No obstante, a poca distancia de la Puerta se libraba la trascendental lucha por la destrucción del anillo, una confrontación de voluntades resuelta magistralmente por Peter Jackson a la altura de la novela y de la propia saga, con el feliz final para Gollum.
El Retorno del Rey, más allá de los numerosos galardones obtenidos, es la culminación de un magno poema épico de dimensiones inconmensurables; una obra capital en la historia del cine fantástico-literario que trasciende las fronteras del propio género a partir de una portentosa narrativa fílmica y del uso creativo de los medios digitales. Una amplia financiación no es sinónimo de una buena película; es necesario un trabajo minucioso y una originalidad visual sólo al alcance de algunos privilegiados. Peter Jackson y su equipo lo logran trasladando de forma impecable a imágenes un legado literario que ha espoleado la imaginación de varias generaciones de lectores, cumpliendo unas expectativas a priori inalcanzables. Un viaje de ida y vuelta ribeteado por un final emotivo que homenajea de forma justa a una personaje tan entrañable como Samsagaz Gamyi, y que cierra la historia inmortal de un mundo apasionante poblado por hombres, elfos, enanos, orcos, ents… y hobbits, en el que se escenifica la legendaria lucha entre el Bien y el Mal. Tolkien lo ideó en la cabeza de millones de personas, ahora Peter Jackson nos lo muestra, en todo su esplendor, a muchos más.