[Crítica] No habrá paz para los malvados

Hace tiempo que Urbizu se erigió como uno de los grandes autores del cine negro español (títulos como La caja 507 o su arriesgada y primeriza Todo por la pasta así lo demuestran). Un género que, tanto en lo novelístico como en lo cinematógrafico, ha dado grandes obras a nuestra narrativa (los éxitos literarios de autores como el gran Lorenzo Silva o de escritores más jóvenes como el sorprendente Domingo Villar son solo algunos ejemplos de ello). Títulos en los que las normas del género negro se alejan de la estilización -a veces, sórdidamente esteticista- que sí se observa en muchos ejemplos de la tradición anglosajona y que en nuestras letras se funden, sin embargo, con el realismo -incluso costumbrismo- que ha caracterizado nuestra literatura desde sus inicios.

Por eso, en No habrá paz para los malvados, la ciudad de Madrid es otro personaje más. Un inmenso antagonista donde todo resulta creíble y verosímil, donde los bares, los túneles, las comisarías, las casas y los descampados tienen textura, relieve, matices. Donde resulta difícil no sentirse parte de esa marea humana que pasa ante los ojos del antihéroe sobre el que recae todo el peso del film, un José Coronado espléndido en su papel -ese Santos Trinidad, de nombre tan simbólico como la cita de Isaías que da título a la película.

La cinta, sostenida en dos ejes: la investigación (pulcra y laboriosa) de la jueza (una estupenda Helena Miquel) y las pesquisas (sórdidas y violentas) de Santos Trinidad (Coronado), construye un guión sin trampas, sin golpes de efecto innecesarios, con contadas -pero contundentes- escenas de violencia, sin ornamentos ni metafísicas new age de esas que tanto valoran según qué festivales de cine. Aquí no hay nada accesorio, porque el cine negro es siempre un -seco- descenso a los infiernos, a ese Madrid que Trinidad recorre en una carrera contrarreloj consigo mismo.

Urbizu compone una película que nos exige una participación activa en su lectura, un film en el que los espectadores seremos los únicos en tener todas las piezas para componer nuestro propio puzle -las piezas que nos entrega, en asépticas bolsas de plástico, la jueza; las que nos presenta, cubiertas de sangre, el policía- y donde el -certero- desenlace nos devuelve, de lleno, al centro mismo del huracán. Al origen del miedo. A la paraonia que define nuestra sociedad desde que los escombros de las torres del 11-S se convirtieron en nacimiento fúnebre de este nuevo siglo. De este, solo aparentemente, nuevo milenio.

La reflexión, eso sí, subyace debajo de la trama. No hay digresiones moralistas. No hay espacio para el panfleto ni para las elucubraciones autoriales de salón. Porque Urbizu no necesita recurrir a eso para construir una narración eficaz y rotunda. Una narración donde los secundarios juegan bien sus cartas -aunque se eche de menos un mayor desarrollo de personajes como el de Rodolfo Sancho o Pedro Mari Sánchez– y en la que su protagonista descubre lo que muchos ya intuimos con aquel otro policía que interpretara en la -injustamente- olvidada La distancia: que bajo capas de años de televisión y papeles poco acertados, se esconde un buen actor. De momento, le han negado -injustamente- la Concha de Plata en San Sebastián. Confiemos en que otros galardones sí se acuerden de él: se lo merece.