[Crítica] Le Havre
Los milagros pueden darse en cualquier lugar, época y momento. Con un planteamiento semejante -muy en la línea del cine de Frank Capra, con algo de Charles Chaplin y Melville-, el finlandés Aki Karurismäki desembarca en la ciudad portuaria del Havre; para plasmar a través del objetivo de su cámara que la bondad es un elemento a premiar, y que la justicia social campa en los márgenes celestiales. Esta savia vitalista y enérgica impregna cada uno de los fotogramas en lo que es el primer largometraje del autor fuera de su tierra natal. La citada urbe al noroeste de Francia, con sus problemas de inmigración ilegal y sus cortocircuitos humanos, es el escenario escogido por el creador de Nubes pasajeras para firmar la mencionada obra, en la que un limpiabotas ayuda a un chaval procedente de África a reunirse con sus familiares en Inglaterra.
El estilo de estética setentera, y secuencialmente de videoclip underground, es el vehículo visual en el que se sube el responsable de Leningrad Cowboys para sellar una película por encima de la media, aunque no tan redonda como cabría esperar. El guion escrito y concebido desde el positivismo militante es una de las mejores bazas de la cinta, en la que la necesidad de agradar, y de incluir numerosas aristas y tangentes argumentales con las que incitar emocionalmente al espectador, provoca que algunos de los flecos esbozados temáticamente se queden en meros cantos de sirena, como dormidos en el devenir de los acontecimientos.
En esta tesitura, el personaje principal (el honrado y bohemio Marcel Marx) es quien mejor representa el espíritu de la obra, con su actitud siempre feliz y su tendencia a prestar su mano a los más desvalidos; que, en el caso de la movie, es un adolescente africano llamado Idrissa. La amistad surgida entre ambos es lo más destacable de Le Havre, un sentimiento que enlaza el producto final con un hilo lo suficientemente fuerte como para que no naufrague a grosso modo la apuesta en formato de celuloide proyectada sobre la pantalla.
Consciente de que en este par de papeles se hallaba la salvación de la película, Aki Kaurismäki entrega estos roles a dos actores cuya competencia en el terreno de la caracterización queda más que probada. Por un lado, el veterano profesional de los escenarios -nacido en Estrasburgo- llamado André Wilms consigue crear un Marcel entrañable, ajeno a los malos pensamientos y en el que la confianza ciega es más que verosímil desde el inicio del filme. A su lado, el pequeño y casi debutante Blandin Miguel, en la parte de Idrissa, cumple con creces en la piel de un joven perdido y confuso, a pesar de su poca edad y breve currículum.
Sin embargo, el buen hacer de otros tipos que deambulan por la historia queda un tanto deslucido por un libreto que no ha sabido sacarles las entrañas a sus respectivos comportamientos, y una dirección tan impetuosa como ineficaz. Tal es el caso del detective Monet. La transformación de Jean-Pierre Darrousin (cuyo trabajo recuerda vagamente al Javert de Los Miserables) resulta mucho menos efectiva de lo requerido, un tropiezo que Kaurismäki genera con los claroscuros con los que cubre el pasado del policía. Entre los más llamativos está el de la relación extraña y comprometida –que no llega a explicarse totalmente- entre el mencionado agente y la dueña de la taberna.
No obstante, mucho menos comprensible es la aparición en la trama del delator. En este segmento argumental, casi de Segunda Guerra Mundial y época de la ocupación nazi, el realizador nórdico exagera a base de brochazos más que de pinceladas suaves, y compone con ello una situación estereotipada y carente del pretendido interés. Por otro lado, el intérprete que hace del vecino empeñado en denunciar a Idrissa cae en todo momento en el histrionismo, lo que hace que su actitud esté empañada por una impostada artificiosidad. Unos fallos circunstanciales que también presenta el médico que atiende a la pareja del limpiabotas. Tal vez, ahí esté el problema de que el creador de Un hombre sin pasado careceriera de las má mínimas nociones del idioma de Victor Hugo, como para manejar las riendas de su elenco.
Por lo demás, salvo algunas escenas en que el cuadro artístico se queda sin palabras mirando a la nada, el visionado de Le Havre resulta realmente aconsejable para inhibirse un poco del mal depresivo que asola estos tiempos de crisis generalizadas. A veces es necesario abstraerse con la magia que expande el séptimo arte.
Autor: kevinjesus20