[Crítica] La piel que habito
La piel que habito es puro Almodóvar. Resulta curioso que el director se reencuentre con su esencia -pasada por el tamiz de los años y de la experiencia- a través de un material narrativo ajeno, una novela breve y perturbadora -Tarántula, de T. Jonquet- que sirve como punto de partida para una cinta que no encaja -conscientemente- en ningún género. Una película de trazado y puesta en escena casi minimalista que, sin embargo, está llena de capas y, por supuesto, pieles.
Ante todo, un consejo esencial: huyan de cualquier análisis o crítica que les destripe su argumento (aquí, se lo prometo, no lo haremos). Eviten, si pueden, los spoilers. Y déjense llevar por un guión tan arriesgado como bien orquestado. Una historia llena de saltos al vacío que, seguramente, solo se pueden salvar si se tiene el talento de Almodóvar, la luz de Alcaine, la música (magnífica, una vez más) de Alberto Iglesias y un reparto que sabe entregarse con generosidad a todos sus (complicados) personajes. Elena Anaya devora la pantalla a cada instante, Banderas se mantiene gélido, contenido y escalofriante (con un punto de esa locura suya en Átame o La ley del deseo), Paredes está espléndida (como de costumbre, con esa capacidad melodramática y excesiva tan suya que intensifica cuanto dice y siente) y, junto a ellos, dos interpretaciones jóvenes -las de Blanca Suárez y Jan Cornet– que, enfrentados a personajes límite- salen más que airosos del reto. Solo desentona -al menos, en mi caso- el Tigre (¿guiño lejano a aquel otro de Entre tinieblas?) de Roberto Álamo, quizá porque la suya es la secuencia más desmadrada -¿prescindible?- del conjunto o porque no acabo de entender la necesidad de forzar a un actor como Álamo a fingir un más que poco creíble acento brasileño.
En cualquier caso, con una materia prima más que aprovechable, Almodóvar construye un film tan extraño y anómalo -en una capa superficial- como lleno de sí mismo -debajo de la máscara de ciencia ficción y de terror que envuelve el film-, de guiños a cintas previas que -de repente- se tornan originales y autónomos. Una historia que tiene algo de la piel de Átame -y, cómo no, de su ya homenajeada El coleccionista-, de la negrura de Carne Trémula, de la fusión imposible entre el terror y el romanticismo de Hable con ella, de la locura de (la infravaloradísima aunque fallida) Kika, o del estudio de la obsesión de (mi venerada) La ley del deseo. Resulta imposible no encontrar el alma -los temas y fantasmas- del cine almodovariano en cada plano, por mucho que el tiempo haya pasado para convertir su cine impetuoso y kitsch de los ochenta en un festival esteticista y, solo en apariencia, frío y distante.
Pero esa frialdad -la de la luz, la de las pantallas voyeurs que permiten avanzar la acción, la del espacio (casi) único donde transcurre la trama (El Cigarral es, desde ya, una de las casas con nombre propio de la historia del cine), la de la estática (así lo quiso el director) e inexpresiva interpretacion de Banderas…-, todo eso no es más que el envoltorio necesario para ofrecernos -de modo que no resulte indigesto- esta fábula -atormentada- sobre el deseo y sus límites, sobre la obsesión y la memoria, sobre los frágiles límites de ciertas fronteras morales…
Y es que, en este caso, los saltos temporales del guión de Almodóvar no solo sirven para generar desconcierto y suspense (esa primera mitad de la película donde solo tenemos preguntas sobre lo que vemos), sino -sobre todo- para otorgarnos una perspectiva ética quebradiza, que se rompe y se pliega según avanza el film. De fondo, un macguffin ético (todo un clásico de la ciencia ficción) y un más que eficaz anclaje estético (con Louise Bourgoise como leit-motiv y Gaultier como ejecutor). Por debajo, en la segunda -y auténtica- piel de la historia, circulan la muerte, el olvido, el perdón o la locura. Una locura que tiene en la mirada de Jan Cornet (gran trabajo el suyo) uno de sus puntos más álgidos.
Si buscan una película racional y realista, o si quieren reencontrarse con el Almodóvar alborotado y desmadrado que, a su modo, regresó con Volver, saldrán decepcionados. Pero si son capaces de sentarse en la butaca ante La piel que habito con la misma ingenuidad que Pedro dice haber exigido a Banderas antes de trabajar de nuevo con él, entonces seguro que disfrutarán de la negrura perturbadora de la película. Una historia donde los únicos monstruos son nuestras propias pasiones. Nuestras zonas en sombra. Por eso, supongo, es un film de terror. Porque nada da más miedo como asomarse a abismos de los que preferiríamos no ser nunca conscientes.