[Crítica] El hombre de al lado
Hay películas incómodas. Perturbadoras. Inquietantes. Películas que nos hacen mirarnos desde ángulos demasiado próximos -y reconocibles- como para no despertar en nosotros una cierta angustia. El hombre de al lado -sorpresa argentina del año- es uno de esos títulos, un film de ritmo pausado y denso donde se diseccionan, con humor ácido y pulso firme, muchas de las contradicciones y vacíos de la vida contemporánea.
Su protagonista (Rafael Spregelburd) es un arquitecto de éxito que vive con su familia en una magnífica casa diseñada por Le Corbusier. Una construcción perfecta -evidente metáfora de su vida burguesa, de diseño y supuestamente feliz- que ve su armonía amenazada por la presencia de un nuevo vecino (Daniel Aráoz), un peculiar vendedor de coches usados empeñado en abrir una ventana frente a la casa del arquitecto para poder robar, en sus propias palabras, “unos rayos de sol”.
La ventana -que nos lleva una y otra vez a Hitchcock, cómo no- se convierte no solo en el quid (literal y físico) de su disputa, sino también en perspectiva y punto de vista desde el que miraremos y seremos mirados. Observaremos la vida ajena y dejaremos -culpa de los hábiles guionistas- abiertas las grietas en la nuestra, convirtiéndonos en espectadores -tal vez, más lúcidos de lo que nos gustaría- de nuestro día a día.
La dirección de actores, impecable. La planificación, inteligente. Las imágenes, capaces de retratar con pulcra elegancia el desmoronamiento de esa vida perfecta en la casa perfecta con la familia perfecta. Un desmoronamiento sangrante y, a la vez, invisible, tanto como para que al final -en el fondo- parezca no haber pasado nada., O quizá es que, aun cuando sucede, el diseño es capaz de camuflarlo todo.
Algún momento de trazo más grueso -como la “conjura” new-age de la Blackberry o la audición de música indie-, pero siempre contrarrestados tanto por su eficacia humorística -la caricatura funciona realmente bien- como por la veracidad interpretativa de su tándem protagonista -espléndidos Rafael Spregelburd y Daniel Aráoz-, que llenan de matices y complejidad a sus personajes. Sin su aliento de autenticidad, sin su amargura, sin su vis cómica, puede que el film no funcionara con la misma eficacia, porque la estructura -y la metáfora- podría con su contenido, conduciendo la narración hacia lo grotesco y, sobre todo, hacia lo evidente.
El final -imposible no acordarse de los últimos planos de la Tristana de Buñuel, donde el teléfono jugaba un papel tan importante como lo hace en este caso- es, quizá, precipitado. Pero, precisamente por ello, cae con fuerza sobre el espectador. Como un mazazo. Un golpe que nos obliga a posicionarnos en uno de los dos lados de la ventana, preguntándonos a quién hemos estado mirando y, sobre todo, qué queremos ver (o no) al salir del cine. Porque cuando se encienda la luz puede que sigamos con esa casa -y esos muebles perfectos en armonía perfecta- en la cabeza. Incluso que nos sigamos riendo con alguno de sus gags (magnífica la discusión conyugal sobre los “piquitos”, las escenas con la hija adolescente lobotomizada por su i-pod o la cena de amigos snobs y gafapastas). Pero, sobre todo, puede que sigamos con otros momentos mucho más sutiles en la cabeza, momentos hechos de silencios o de arrebatos de ansiedad que estallan sin piedad dentro de un coche donde todo, salvo las emociones del protagonista, es de luxe.
Una película valiente, conscientemente antipática y llena de huecos desde los que nos invita a jugar a ser voyeur de vidas ajenas y propias. Si les gusta el cine de verdad -el de actores entregados, el de directores con cosas que decir, el de guionistas nada complacientes-, vayan a verla. No se arrepentirán de haberlo hecho (o, mejor dicho, tal vez sí… pero, igualmente, me lo agradecerán).