[Crítica] El caso Farewell

Hay películas que van a contracorriente. Historias que parecen pertenecientes a otro momento en el que el cine prefería un buen guión y unos personajes creíbles a una planificación espídica llena de acciones que, de puro frenéticas, resultan inverosímiles. Una de esas (agradables) rarezas es la recién estrenada El caso Farewell, film de espías donde se consiguen tres objetivos especialmente difíciles: emocionar y mantener la tensión hasta el final, retratar con interés y de manera sucinta una época especialmente compleja y, por último, emocionarnos con la historia íntima de los personajes que protagonizan la trama. Intrahistoria, en realidad, que nos permite colarnos -como voyeurs o como espías, elijan ustedes mismos- en las vidas de los dos protagonistas: Pierre (Guillaume Canet) y Serguei Grigoriev (Emir Kusturika), ambos espléndidos en sus papeles.

Y es que El caso Farewell no es solo una de espías, sino -sobre todo- un retrato intrahistórico -en el sentido más unamuniano del término- de toda una época, de un momento de cambio esencial para entender qué paso durante la década de los 80 y cómo empezó a transformarse el mundo durante aquellos años. Comparte con otras películas recientes -como La vida de los otros o Goodbye Lenin– su capacidad para resumir muchos datos de forma casi pedagógica -pero sin resultar nunca confusa ni maniquea- y, sobre todo, coincide con ellas en su capacidad para hacernos empatizar con sus personajes, algo clave en esta cinta donde lo contrario habría dado lugar a un film mucho más frío y distante.

El guión, además, de vez en cuando nos sorprende con hallazgos que, como escritor, me parecen más que loables, aciertos como plantear el tema de la mentira y de la confianza desde dos planos aparentemente divergentes y, sin embargo, claramente implicados entre sí en la película: en la vida de pareja y en las labores de espionaje. Verdad y máscara, realidad y trampantojo, el yo y los demás. El argumento transcurre, sin subrayados, sobre binomios que se convierten en interrogantes en la cabeza del espectador al mismo tiempo que siembran dilemas en las vidas de nuestros personajes. El conflicto ético se vuelve político. El drama individual se hace colectivo. Y viceversa.

La dirección de Christian Carion, además, sabe sacar partido de las referencias y elementos culturales y, sin caer en la sensiblería, utiliza con habilidad la música en escenas como la del hijo adolescente Grigoriev cantando Queen a voz en grito o la de su padre reconciliándose con su madre gracias a un viejo disco que les transporta a un pasado perdido y que, sin embargo, sigue siendo su mejor punto de conexión.

No hay grandes giros argumentales y, los que se nos presentan, son tan eficaces como verosímiles. Evitaremos los spoilers -un film como este no los merece-, pero confieso que -soy un ingenuo, lo sé- me sorprendieron los últimos diez minutos de la cinta. Y no hay trampa alguna en ella, solo oscuridades y verdades a medias, ocultaciones privadas y colectivas, imprecisiones que, al final, acaban conformando el puzzle tanto de la intrahistoria -Pierre y su mujer, Grigoriev y su hijo: bravo por la escena desgarradora del abrazo entre ambos- como de -mayúsculas, por favor- los vericuetos de “madrastra Historia”, como escribiera el gran Fernando Arrabal en su Carta de amor (como un suplicio chino).

Y mientras la trama de espías avanza y la guerra fría se complica, la película nos regala algunos guiños cinéfilos impagables (fíjense en la más que significativa escena de Liberty Valance que se recoge) y retratos más o menos verosímiles de Reagan, Kruschev o Miterrand. No es fácil evitar lo acartonado en estos casos -que no son, seguramente, lo más logrado de la cinta-, pero sí se aleja de lo esperpéntico y se les presenta, a cambio, con una cierta ironía (muy divertidas las escenas de Reagan viendo westerns clásicos) que recuerda -en cierto modo- al estilo de Frears en The Queen.

Los secundarios rodean con eficacia a la pareja protagonista -especialmente Alexandra Maria Lara e Ingeborga Kapkunaite- y, por supuesto, sería injusto no mencionar la presencia -escueta pero rotunda- de un astuto William Dafoe, cuya (casi única) escena no es solo clave en la resolución de la película -y en su interpretación-, sino que -además- es uno de los momentos más intensos desde el punto de vista dramático.

En definitiva, El caso Farewell es una cinta casi anacrónica -en el mejor de los sentidos- y, seguramente por ello, interesante y muy aconsejable. Porque de vez en cuando está bien echar la vista atrás hacia un pasado que cada vez es menos reciente y, de paso, saber que los espías también tienen vida cotidiana -con dudas, demonios, soledades- y que la heroicidad del día a día no se parece en nada al ágil e invulnerable Bourne, sino a las aristas -dolorosas y trágicas- de esta cervantina pareja -Pierre y Grigoriev- que bien merece que se acerquen, en cuanto puedan hacerlo, a una sala de cine.