[Crítica] Eduardo Manostijeras
Las grandes historias siempre comienzan bajo una densa nevada y el calor del hogar al otro lado de la ventana. Una noche oscura y enigmática para la ensoñación que únicamente puede suscitar un cuento de los de antes, narrado con la dulce sabiduría de una anciana a su nieta, y heredero de una romanticismo gótico evocador y tierno. Cada ser humano es un fabulador en sí mismo; cada historia, una creación humana única e irrepetible a la que añadimos los significados que nuestra experiencia personal y el imaginario mitológico compartido nos dictan. Sólo así puede explicarse la mágia que hallamos en la sencilla vivencia de un cuento, que no es más que la literalización metafórica de aquello que acontece en la realidad más cotidiana.
Ese caracter híbrido entre realidad y ficción onírica es el que le concede a Eduardo Manostijeras la categoría de clásico indiscutible del cine moderno como particular hallazgo creativo repleto de luces y sombras. Su director, Tim Burton, volcó aquí parte de su oscuro mundo interior a través de la historia de un ser marginal a medio camino entre el feliz niño de madera que retrató Disney y el traumático proyecto inacabado en el que devino el Frankenstein de Mary Shelley, ambos con corazón humano pero con las limitaciones evidentes de su aspecto diferente y su naturaleza mestiza. Eduardo es una compleja criatura que encierra en sí misma un visceral temor a ser rechazado por aquellos a los que ansia parecerse, por ello se cobija en el tenebroso castillo de su creador, ya fallecido(la intervención de Vincent Price es memorable), como un parapeto frente al mundo, sin apenas percatarse de que la deformidad afilada de sus manos, esa que constituye su paradójica incapacidad de comunicación con el resto, no es razón suficiente para sentirse menos humano.
Al fin y al cabo, la sociedad del idílico barrio residencial que se asienta en las faldas de la lúgrubre fortaleza encierra algo de inexplicable perversidad. Sus moradores, hastiados de la geométrica perfección de sus vidas y carentes de cualquier tipo de aliciente como producto del plenamente alcanzado sueño americano, rastrean en la privacidad de los demás para suplir, aunque sea de forma momentánea, el aburrimiento incontenible en el que se encuentran inmersos. La irracional endogamia moral de este entorno, retratado magistralmente por Burton con una extensa gama de colores pasteles y asépticos decorados de cartón piedra, viene a certificar la defunción de una sociedad que se siente agredida ante lo diferente, lo extraño, o todo lo que diverga de los cánones establecidos de forma unilateral por sus propios integrantes como ente unitario frente al simple individuo (algo que puede ser extrapolado a mayor escala).
No es, pues, de extrañar, la catarsis desatada por la llegada de un ser peculiar que en lugar de manos cuenta con grandes y afiladas tijeras. La casa de Peg Boggs, la amable vendedora de Avon que adopta a Eduardo como invitado de excepción, se erige como inusitado centro de recepción de vecinas curiosas y de muestras de generosidad inauditas hasta ahora. El nuevo huésped será, durante semanas, el objetivo de las miradas y las habladurías del barrio, así como un elemento aglutinador de opiniones favorables alimentadas por la buena disposición del muchacho para agradar a sus vecinos, ya sea en apasionantes sesiones de peluquería o ejerciendo de jardinero-artista. Sin embargo, como siempre pasa tras las arrolladoras dinámicas del cambio y los hechos de vibrante actualidad, todo termina por revertir a su forma primigenia. La novedad pierde parte de su encanto y las deficiencias visibles o los estereotipos surgidos por la naturaleza diferente del personaje brotan de forma fulgurante, hasta que la homogeneidad vuelve a instalarse como única condición indispensable para ser aceptado. Eduardo es como un juguete perdido en el desván que ha perdido su sitio en la voraz civilización, capaz de corromper cualquier forma de inocencia.
Eduardo Manostijeras no deja de ser una fábula urbana, profundamente romántica, arriesgada y teñida de una tierna pátina fantástica, que versa sobre la incapacidad de la sociedad de ver más allá de sus propios intereses y prejuicios. Tim Burton compone aquí su obra más personal (y quizás la mejor de su carrera con permiso de Ed Wood) tirando del hilo de su demostrada capacidad de evocación al servicio de un entrañable personaje de una bondad capaz incluso de enamorar a la chica de la película (una bella Winona Ryder). En este sentido, se nos antoja necesario reseñar el buen trabajo de Johnny Depp (en su primer colaboración con Burton) al modular su interpretación con la timidez y ternura que el papel requería para configurar a ese personaje dual inolvidable en la historia del cine.
Burton, además, se arropa con el fascinante diseño de producción de Bo Welch, el guión de Caroline Thompson y la banda sonora del siempre genial Danny Elfman para cosechar un resultado que difícilmente podría haber sido mejor. Eduardo Manostijeras sorprende por la originalidad híbrida que despliega en su peculiar juego de luces y sombras, inédito en la carrera de su director; por su capacidad para suscitar sentimientos muy similares a los sugeridos por los cuentos clásicos heredados por la cultura popular; por su extenso catálogo de escenas memorables, como ese baile de Winona Ryder bajo una nevada de hielo o ese dulce abrazo entre la improbable pareja; o por el complejo retrato de su personaje, todo un hallazgo metafórico que entronca con el espíritu de su propio creador. Todas son razones para pensar en Eduardo Manostijeras como esa película que todos debemos ver una fria tarde de invierno en el apacible calor de nuestro hogar, en la que la fantasía invada nuestros espíritus y nos lleve, como una historia narrada antes de dormirnos, al mágico terrritorio de los sueños.
Autor: Jesús Benabat